EL MUNDO › OPINIóN
› Por Osvaldo Guglielmino (h) *
Desde que nació, hace cuarenta y tantos años, el brasileño Marcelo Odebrecht tuvo una vida enmarcada por el poder y la riqueza. Heredero de una dinastía de ingenieros de origen alemán, creadores de lo que los medios denominan “uno de los más grandes imperios empresariales de Latinoamérica”. Premios y fundaciones llevan su nombre. Una existencia naturalmente ligada a helicópteros y aviones, ciertamente propios. Un hombre evidentemente importante y notorio. Alguien a cuya mesa siempre quieren sentarse las otras personas de su condición. O de alguna de sus condiciones, como presidentes o jefes de las grandes corporaciones del mundo. En Brasil o donde sea. La mayoría de las personas que supieran de él, habrán querido tener aunque sea alguna parte de todo eso. Podríamos concederle que, además, es un extraordinario padre y esposo, buen y leal amigo. En fin, alguien que tiene lo que común y genéricamente llamamos “todo”.
Desde que nació, hace setenta y un años, el brasileño Joao Pereira de Souza, fue pobre. Los medios refieren los oficios de pescador y albañil (podrá un brasileño pobre que puede llegar a esa edad no ser pescador o albañil?). En las fotos se lo ve flaco, acuclillado en la playa con las rodillas dobladas a ese extremo en que las dos partes de las piernas son una, como un chico de dos o tres años buscando conchillas en la arena. La evidente naturalidad de su posición la deben explicar sus trabajos, seguramente modestos en abstracciones. No se lee, o mantiene reuniones en aviones, o juega al bridge en esa posición. Es probable que por estar mirando la tierra con tanta proximidad, haya podido reparar, hace cinco años, en algo empetrolado que se movía cerca de él. Era un pingüino. Joao llevó al animalito moribundo a su casa, lo limpió, alimentó y curó. Después lo devolvió al mar. Pero el pingüino se le volvió a presentar desde entonces, todos los años. Vive con Joao ocho meses y emprende su viaje al extremo sur el resto del año. Cinco u ocho mil kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Ya hizo esa travesía cinco veces, para cumplir con el mandato que tenga en el sur y para volver siempre con Joao, quien lo bautizó Dindim.
No me propongo comparar a Joao con el actual Marcelo, a quien se le está ofreciendo en estos días un intercambio de dignidad por libertad. Imagino una foto de tres o cuatro años atrás. Joao está acuclillado recibiendo de nuevo a Dindim que vuelve, una vez más, para encontrarse con ese gigante de dos patas, a quien quiere más que a cualquier pingüino. La foto está sacada de tal modo que a los lejos se puede ver una avión. Es un jet privado en el que va uno de los empresarios más exitosos de todos. Vuelve de obtener lo que buscaba, una vez más. Está mirando por la ventanilla y desde allí, la playa sólo es un cambio de color del mar.
* Ex procurador del Tesoro.
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