EL MUNDO › OPINIóN
› Por Martín Granovsky
Juntos suman nada menos que el 70 por ciento del presupuesto bélico mundial. Se trata de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, Rusia, el Reino Unido, Francia, Canadá, Australia, Dinamarca, Holanda, Jordania e Irán, los países más activos en sus ataques contra Isis. Pero no pudieron con Isis, que sigue vivo y ayer volvió a golpear en Bruselas, el corazón burocrático de la Unión Europea. Aquellos son Estados. Isis, pese a su nombre de Estado islámico, es solo un proyecto de Estado. Sin embargo, la maquinaria es impotente frente al ala más violenta de los salafistas, los partidarios de volver al Islam original.
Isis es, en comparación con los Estados que quieren su liquidación, un aparato invertebrado. Pero su propio origen deriva de sucesivos procesos de invertebración del Medio Oriente. Cada Estado que se desarticula, cada nueva guerra civil, cada Libia, cada Irak, cada Siria, termina aumentando la cantidad de jihadistas que combaten allí o asesinan en París y en Bruselas con el apoyo de Arabia Saudita.
El diario francés Libération publicó ayer que Bruselas es el punto donde se cruzan todos los caminos del islamismo violento en Europa. El salafismo más agresivo creció en buena medida durante 30 años en la mezquita del Parque del Cincuentenario de la capital belga. Y Europa, como los Estados Unidos, dejó que los sauditas hicieran. Eran el principal aliado político y militar de Occidente dentro de la Organización de Países Exportadores de Petróleo. La interpretación estricta de la religión no termina de explicar a los jihadistas. Es, más bien, el fuego que nutre el objetivo mayor de controlar un territorio y manejar cada vez más recursos.
Fueron jihadistas belgas los que el 9 de septiembre de 2011, dos días antes del atentado a las Torres Gemelas, asesinaron al comandante Ahmad Massoud. Jefe de la guerrilla antisoviética y por lo tanto con créditos políticos sólidos en Afganistán, Massoud era un enemigo de los talibán afganos y de su apoyo externo, Osama Bin Laden. Lo mataron dos belgas de origen tunecino, Dahmane Abd El-Sattar et Bouraoui El-Ouaer, que se hicieron pasar por periodistas. Eran suicidas. Massoud, jefe del ejército del norte en Afganistán, se había convertido en un moderado frente a los talibán apoyados por Bin Laden y alentados antes de George W. Bush por el presidente Bill Clinton.
Bélgica era, además, una buena cantera. Por un lado había hecho la vista gorda frente al integrismo de la Gran Mezquita que alimentaba a los tunecinos y marroquíes más virulentos. Por otro lado tenía su tradición propia de antisemitismo y atentados antisemitas, que habían empezado en 1980 por la muerte de un chico judío reventado por una granada.
Ya en los años 60 Arabia Saudita organizó a los grupos islamistas. Hace 20 años, en los 90, en Bruselas funcionaba una red violenta de 100 integrantes. Hoy son 500 los jihadistas de origen belga que combaten en Irak y Siria. Más aún que los de origen francés. Mucho más que los nacidos en el Reino Unido.
En el semanario The Nation de ayer Yusef Munayyer escribió que el único modo de combatir a Isis es terminar con la guerra civil siria y solucionar la tensión entre Arabia Saudita e Irán. Munayyer sostiene que ninguna serie de raids aéreos, por más potentes que sean, lograrán terminar con los enclaves territoriales de Isis, con los proto Estados en Irak y Siria, y que si llegaran a acabar con ellos no resolverían la actividad ya muy intensa de los grupos que operan en toda Europa. El problema es que, según Munayyer, el presidente Assad no tiene poder como para gobernar una Siria pacificada, y por otra parte jamás podría llegar a tenerlo en medio de la guerra actual y los bombardeos contra Isis de los rusos (pro-Assad) y los franceses (anti-Assad).
Los analistas no se ponen de acuerdo. Robert Pape, experto en terrorismo de la Universidad de Chicago, dice por ejemplo que los golpes en Europa no son una muestra de fortaleza de Isis sino de una mayor debilidad relativa por la pérdida del 10 por ciento de su territorio en Irak y Siria. Pero la verdad cruda es que nada devuelve su tierra a los millones de emigrantes sirios que cruzan el mar hasta los campos de refugiados de Grecia ni repone su vida a los asesinados de ayer en Bruselas. El gran desafío es vertebrar lo invertebrado antes de que la masacre siga su marcha.
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