Dom 01.02.2004

EL MUNDO  › OPINION

“Guerra de clases” en EE.UU.

› Por Claudio Uriarte

William Safire, antiguo redactor de discursos de Richard Nixon y hoy veterano columnista conservador de The New York Times, recibió los triunfos del senador John Kerry en las internas demócratas de Iowa y New Hampshire con un artículo tan tendencioso como informativo, tan distorsivo como revelatoriamente irónico. Analizando la penetración de la campaña de Kerry por las tácticas, la retórica sy el programa de justicia social de Edward Kennedy, colega y coetáneo de Kerry en el progresista estado de Massachusetts, Safire sostiene que “la vieja izquierda está de vuelta”, pero se consuela afirmando que el discurso de “guerra de clases” no funciona en Estados Unidos, y termina diciendo, a modo de prueba: “Si no, pregúntenle a Al Gore”.
Este es un caso curioso donde una premisa falla por su demostración, pero no por su base. Por una parte, y como señaló un indignado correo de lectores que fue publicado días después en el mismo Times, Al Gore se alzó después de todo con una mayoría del voto popular; que no se haya alzado también con la Casa Blanca responde tanto al sistema de representación por estado establecido por la Constitución como a las irregularidades de la votación en el estado de Florida y a un controvertido fallo final de la Corte Suprema, de mayoría conservadora. Es cierto, por otra parte, que la delgadísima mayoría de Gore en el voto popular parece inexplicable en el contexto del brillante saldo económico de los años de Bill Clinton, pero la verdad es que nadie recuerda al ex vicepresidente como un candidato clasista de izquierda sino como un político de madera, aburrido, washingtoniano hasta la médula y desprovisto de todo carisma, que encima cometió el error de desdeñar los consejos de campaña de Clinton, hasta entonces su jefe.
Pero, al mismo tiempo, la advertencia de Safire tiene elementos de verdad. La sociedad norteamericana dice de sí misma dos cosas: que es una sociedad sin clases, y que es una sociedad de clase media. La contradicción es sólo aparente: por sociedad sin clases los norteamericanos entienden una sociedad que no es como la tradicional de Gran Bretaña (si naciste zapatero, morirás zapatero), que en realidad se parece más a una sociedad de castas; mientras que por sociedad de clase media se expresa la experiencia histórica de un éxito económico que siempre posibilitó un altísimo grado de movilidad social. La clase media no es el opio ideológico del pueblo norteamericano, pero se le parece: es un país donde la “clase media” puede abarcar desde profesionales de ingresos modestos hasta gente que gana cientos de miles de dólares por año, y donde un mueblero de barrio puede autodenominarse lo más campante como “un hombre de negocios”. Por eso, “clase media” define un estado de tránsito: no es un qué sino un cómo. Carece de la materialidad y solidez de anclajes de referencia de los trabajadores blue collar o los millonarios, los very rich. Significativamente, el idioma inglés carece de una traducción para la palabra “burguesía”, otra que la repetición de su versión en francés, bourgeoisie; más comúnmente se habla de –sí, usted acertó– middle class, como contraposición a las antiguas clases dominantes de la aristocracia. Y, para parafrasear una ocurrencia de H. A. Murena sobre la oligarquía, la clase media es un estado de ánimo. En otras palabras, es en cierto modo la negación viviente de toda conciencia de clase, ya que pasa su tiempo tratando de ascender a una y temiendo caer en otra.
Entra aquí la elección norteamericana. Estados Unidos es uno de los países más democráticos que existen, pero esa democracia se encuentra limitada por un dato: en un sistema donde el sufragio no es obligatorio, y donde votar requiere el trámite previo de registrarse, tienden a hacerlo más los que mejor están en la escala económica –los que sienten que tienen algo que ganar o que perder–, mientras los más pobres y los menos educados son proclives a abstenerse, como si sintieran que el sistema no tiene nada que ofrecerles. Este síntoma parece la extrapolación políticadel modo oficial de cálculo de la desocupación norteamericana, que tiende a juzgar a la baja porque el universo de desempleados encuestados abarca sólo a los que buscan trabajo –medidos por los pedidos de subsidio de desempleo– y no a los que han tirado la toalla, porque sienten –usted acertó nuevamente– que el sistema no tiene nada que ofrecerles.
En este contexto, una sociedad hiperclasista como la norteamericana, donde todo se mide por el éxito económico personal, tiende a producir su antídoto ideológico en la forma de un horror sacro a identificarse como pobre. Esa es la trampa que espera al millonario John Kerry si, como parece, emergerá como el hombre que va a enfrentar al millonario George W. Bush.

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