EL MUNDO › OPINION
› Por Alberto Ferrari Etcheberry *
Los ciudadanos de Estados Unidos elegirán los electores que designarán presidente y vice. Hace mucho que ambos contendientes no muestran un similar y generalizado rechazo a pesar de sus diferencias; Hillary Clinton es la primera mujer con chance de ser presidente; los republicanos con Trump, billonario de borroso currículum ajeno a la política, apelan a la candidatura heterodoxa nacida en 1952 con Eisenhower. Las internas mostraron algo no previsible: Hillary fue desafiada por un veterano senador de un estado de escasa población convertido por seguidores jóvenes en la expresión de un reformismo crítico. Con Trump el proceso fue el opuesto. Candidato marginal fue derrotando a los políticos de tipo habitual sin un programa claro, salvo lo deducible de sus expresiones contra adversarios y minorías, inclusive las mujeres; así logró la postulación y fue definiendo la base social de su propuesta: los blancos pobres de las decaídas zonas industriales castigadas por la globalización financiera. No puede sorprender entonces que ninguno coseche amplias simpatías. Sin embargo, se afirma que con una u otro habrá un cambio hasta drástico en la dirección del país: se coincide en el alcance que el poder de un presidente implica para Estados Unidos. Esas opiniones no se compadecen con su complejo sistema institucional.
Es común afirmar que la nuestra de 1853 sigue a la de Estados Unidos de 1787 aunque son las reformas de 1860 las que la convirtieron en sistema federal. Tampoco es cierto que sea una copia: la de 1787 no contiene normas sustanciales: no define siquiera que está fundando una república federal y representativa. Fue consecuencia de las profundas diferencias entre los trece Estados originales (Rhode Island no envió delegados y varios se negaron a firmar el texto final) para reemplazar el sistema de The Articles of Confederation, una laxa vinculación sin poder ejecutivo. Convocada para enmendarlos se pretendió abolirlos bajo impulso de los tenedores de los degradados certificados de la deuda pública y se agregó que los estados grandes rechazaban la igualitaria representación por Estados y los pequeños querían una legislatura de un voto por Estado. La Constitución sólo se ocupa de las reglas de juego, instrumentales, que posibilitaron llegar a un Congreso con la Cámara de Representantes basada en la población y el Senado representando a los Estados igualitariamente. Y entre esas reglas la principal: la reforma de la Constitución con las enmiendas, vigentes cuando sean ratificadas por las tres cuartas partes de los Estados. También la Constitución: hubo que negociar con la mayoría federalista, y en varios Estados la ratificación se condicionó a las enmiendas exigidas por los antifederalistas que se conocen como Bill of Rights. Algunas se usaron en el texto de 1853: Derechos y Garantías, pero hay una diferencia esencial en nuestra Constitución: obligan al gobierno federal y a las provincias y en los Estados Unidos el Bill of Rights era sólo de alcance federal; una limitación a la autoridad nacional, “(que) garante sólo contra la interferencia del Congreso” dijo la Suprema Corte en 1875.
La Constitución norteamericana es el comienzo de la construcción del estado nacional que el poder judicial va a ir edificando desde 1803. Bajo la guía de John Marshall la Suprema Corte fue ampliando sus propios poderes restringiendo los de los Estados. La esencial diferencia nace por la guerra civil. La enmienda 13 de enero de 1865 abolió la esclavitud pero no obliga a los Estados; iniciativa de Lincoln, asesinado en abril, cuyo interés era evitar la secesión. Concluida la guerra la 14(1868) por primera vez se aplica a todos los Estados: ciudadanía, privilegios e inmunidades, debido proceso, igualdad en la protección de las leyes. La 15 (1869) establece el sufragio racial: “ El derecho a votar no será coartado por ningún Estado por razones de raza, color o previa condición de servidumbre.” Han pasado más de 80 años y es obvio recordar que la práctica siguió un camino distinto. Los constituyentes de 1853 ampliaron el modelo: los derechos civiles son de todos los habitantes, art. 14 que abre las puertas a la inmigración. En Estados Unidos no se reconocía al inmigrante los derechos civiles, por eso su rápida adquisición de la ciudadanía fomentada por los caciques políticos. Acá el inmigrante se mantuvo extranjero prefiriendo la eventual representación de los cónsules, aunque el principio jussolis permitió la nacionalización de la descendencia nacida en el país
Se describe al sistema como limitado a dos partidos, Republicano y Demócrata. Salvo en 1912, así ha ocurrido a partir del fin de la guerra de secesión, pero ha habido terceros candidatos influyentes: Perot, 1992, Anders, 1980; Wallace, 1968; La Follette, 1924; Weaver, 1892. En 1912 Teddy Roosevelt con el Partido Progresista superó al presidente republicano Taft permitiendo la victoria del demócrata Wilson.
Desde el comienzo se tendía a la agrupación política; los federalistas son considerados el primer partido. Las divisiones estaban asentadas en claros conflictos de intereses y en las colonias ya existía la representación de la población. Se alertaba contra la “tiranía de las mayorías” y se forjó en Filadelfia una conducta de compromisos y consensos que no debilitó las propuestas del federalista Hamilton de alianza con los titulares de la riqueza.
Pero la Constitución para las masas pobres era vista como un instrumento de las elites comercial y financiera. Así surgieron los antifederalistas y a partir de ellos Jefferson construye el primer partido Republicano. Federalistas y Jeffersonianos fueron el fundamento del bipartidismo posterior aunque fue constante la formación de organizaciones o terceros partidos, habitualmente encausando propuestas económicas o sociales concretas. Una larga lista de nombres lo expresa; me limito a los principales, ambos de los años 1890: los populistas o People Party, granjeros endeudados perjudicados por el patrón oro y el proteccionismo industrial, que hacia 1896 se integraron en el partido Demócrata tras William J. Bryan, quien abrió el partido a la representación de distintas minorías sociales; y los Progresistas de Robert La Follete, quien logró ser gobernador de Wisconsin y que en 1912 apoyaron a Teddy Roosevelt. Tras el fin de la guerra de secesión el Partido Republicano de Lincoln, desde entonces the GOP, Great Old Party fue el absoluto dominador. Los demócratas eran el partido de los estados sureños vencidos y ganan por primera vez la presidencia con G. Cleveland en 1884 y 1892 por disidencias republicanas, que se repetirán en 1912 a favor de Wilson. Pero hasta 1930 no se disputa: Estados Unidos es “big business plus Republican Party”. El cambio raigal es Franklin D. Roosevelt. El partido Demócrata comenzado con Bryan y Wilson adquiere un liderazgo que hace del New Deal la base de la vida norteamericana. Desde entonces los demócratas tienen la fuerza de su representación social, las distintas minorías, raciales, religiosas, sindicales, inmigrantes, frente a un partido Republicano limitado al gran poder económico que debe recurrir a candidatos ajenos a sus cuadros, como Eisenhower y Reagan, o que volvió a mostrar la debilidad partidaria con el segundo Bush, quien ganó con un fraude convalidado por la Suprema Corte, un nuevo actor político. En contraste, los demócratas llevaron candidatos, buenos o no, de sus propias filas, como corresponde a su representación social: Truman, Stevenson, Kennedy, Johnson, Carter, Dukakis, Clinton, Gore, Obama. Nada nuevo hoy: los republicanos tras un externo, Trump; y los demócratas con un cuadro propio, Hillary. Sin embargo hay mucho nuevo: la debilidad del sistema político en su conjunto, más visible en el otrora GOP. Los terceros agrupamientos han cumplido la función de incorporar programas; así ocurrió, para los demócratas, con los populistas y los reformistas y ahora para los republicanos con el Tea Party. En el caso demócrata significó debilitar y luego perder su tradicional base sureña, pero forjaron el partido del New Deal y de las minorías de todo tipo, hoy hasta de Warren Buffet y en buena medida de Wall Street. Nada similar puede decirse del GOP, que parece un conjunto de profesionales de la política buscando los prejuicios de la población para su sostén.
Aun con la influencia si se quiere unitaria de los federalistas el poder de los Estados fue y es mucho mayor, de hecho y de derecho, que el de las provincias argentinas. Por ejemplo, corresponde a los Estados la legislación común y a sus jueces su jurisdicción; si la Cámara de Representantes tiene que elegir al presidente cada estado tendrá un voto. Hoy por primera vez un importante y creciente número de legislaturas de los Estados están coincidiendo en proponer una reforma constitucional en base a una facultad constitucional nunca usada: “El Congreso a petición de las legislaturas de los dos tercios de los Estados, convocará a una Convención para tratar las enmiendas propuestas”. Se trata de negar los derechos de la enmienda 14 a los hijos nacidos en el territorio de Estados Unidos de padres no admitidos legalmente. También se sostiene la necesidad de incorporar límites al endeudamiento gubernamental. Muestra que en muchos Estados se receptan valores, opiniones y aun necesidades que dominan los discursos de Trump. Más allá de eso las facultades de los estados como las que permiten influir seria y hasta fraudulentamente en los derechos de los votantes o en la composición de los distritos electorales señalan un doble poder que a menudo escapa al observador extranjero. A mi juicio, con excesiva rapidez se califica a Estados Unidos de nación-estado, concepto de marcado europeísmo. En Europa, nación, sinónimo de pueblo, es un hecho histórico de profundas raíces, muy anterior a la organización política e institucional que se denominó estado nación y esencialmente ajeno a la realidad americana. El hecho histórico Estados Unidos se va creando luego de la revolución y con las distintas etapas inmigratorias, desde los WASP a los llamados latinos, manteniendo en un limbo específico a los nativos y a la población de color. Hoy es común la designación afroamericanos, pero durante mucho tiempo se criticó el uso por los ciudadanos inmigrantes de toda designación que importara mentar su origen nacional. Ese fue el sentido de la afirmación “América para los americanos” que el propio Teddy Roosevelt usó en 1916 para denostar a quienes pretendían denominarse “German-americans” y que luego se popularizó como síntesis crítica de la doctrina Monroe. Quiero con esto subrayar que se construyó el estado y que desde el estado se fue conformando, aun hoy, el pueblo, la nación. En alguna medida como dijo Sarmiento respecto de la Argentina: el estado se construye con decretos y luego hay que construir a los argentinos.
Si en algún momento la Suprema Corte amplió y afianzó el poder nacional últimamente se insinúa una tendencia a favor del poder de los Estados. Agréguese la tradición de migrar internamente buscando los Estados más dinámicos en buena medida siguiendo la movilidad del capital. Texas ya no es sinónimo de cow-boys sino de bancos y petróleo y a California la define más el Silicon Valley que la meca del cine. ¿Cuál es y dónde está el pueblo? Me parece indudable que para encontrarlo no sirve el concepto europeo. Esa situación se refleja en el relativo poder presidencial, que es adonde apunto. La política interna y externa de Estados Unidos es una informe sumatoria de los titulares de esa doble soberanía con una creciente influencia del poder económico y financiero en especial el ligado a la globalización como que ésta tiene su eje en Estados Unidos. Bien o mal, Hillary Clinton representa esta situación estructural y también militar y no parece que Trump implique la posibilidad de un cambio en una tendencia que poco debe a la decisión política presidencial y nada a la voluntad de los votantes.
* Untref.
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