EL MUNDO
› PERDIO LA GUERRA
Aire fresco
› Por Rodrigo Fresán
Página/12
en España
Desde Barcelona
Ahora, el día después de la elecciones es un lunes raro porque, desde el jueves pasado, España se ha visto obligada a vivir demasiados días después en demasiado poco tiempo. No se recuerda en la Historia país que haya sido sometido a experimentar el shock programado de unas elecciones generales apenas tres días después de haber sufrido el shock inesperado de una masacre. En algún momento cobró fuerza la versión de que los comicios se postergarían, dado que el pueblo español no estaba “emocionalmente apto” para ejercer el voto con la frialdad y cordura que se requieren en estos trances.
Así, por eso, la sensación del lunes es la de una resaca centrífuga en la que los tiempos se mezclan y se funden y se pasa del triunfo sin precedentes de José Luis Rodríguez Zapatero –nunca nadie sacó tantos votos por aquí, nunca nadie ganó el contrato de alquiler de La Moncloa al primera intento– a la necesidad de saber qué hay de nuevo sobre la matanza terrorista y cómo ha cambiado el mapa político la onda expansiva que ha hecho descarrilar a un PP que ya se sentía llegando estadísticamente seguro a la estación terminal por tercera vez.
Zapatero asegura que su victoria no es consecuencia de los atentados del jueves, pero lo cierto es que esos trenes volando por los aires fueron la gota que derramó el vaso y que acabó de certificar el cansancio producido por personajes casi funambulescos del gobierno como –entre muchos otros– la tartamudeante ministra de Exteriores Ana Palacio (que todavía ayer apuntaba a ETA a la hora de las bombas y parece temblar de orgásmica emoción cada vez que se le acerca Colin Powell); el bélico ministro de Defensa Federico Trillo (que en los últimos días condecoró a soldados por su heroísmo en la brancaleónica recuperación del islote Perejil con medallas que sólo se otorgan a aquellos que participaron en una guerra mientras sigue siendo increpado por la muerte de decenas de militares españoles al caer un avión-chatarra fletado por decisión suya), y los gestores al mando de la Televisión Española, siempre listos para disimular con los fulgores encandilantes de Operación Triunfo los resultados reales de una huelga general y –como ocurrió el pasado sábado– suplantar sin aviso el show-pachanga Noche de Fiesta con un documental sobre el asesinato de un diputado socialista a manos de ETA. Demasiado circo, demasiado esperpento, demasiadas risas cortesía de personas de las que uno no debería reírse porque, se supone, están ahí ocupándose de cosas serias.
Por su parte, José María Aznar –quien, luego de un prolongado y agotador suspense de meses a la hora de anunciar quién sería su sucesor como si esto se tratara de un trascendente juego de salón, intervino directamente en la campaña de Rajoy con sus voz finita y belicosa luego de considerar que el candidato de su partido no daba la talla a la hora del patoteo– ha conseguido antes de irse lo que nadie consiguió jamás y posiblemente nadie vuelva a conseguir nunca en los registros de su agrupación política: trabajar sin darse cuenta a favor de sus mortales enemigos. Aznar ha conseguido victimizar a ETA endilgándole de entrada doscientos muertos con los que –todo parece indicarlo– la organización terrorista nada tenía que ver, y –con una satanización exagerada del lamentable episodio de la reunión entre el líder de la catalana Izquierda Republicana Josep Lluís Carod Rovira con ETA– el descomunal triunfo de un partido nacionalista que hasta hace poco oficiaba como personaje secundario y que ahora se sienta a esperar que vengan a hacerle propuestas a la hora de formar gobierno.
Así, no es que Rajoy no haya ganado sino que perdió Aznar. Y sólo queda hacer votos por que Rajoy permanezca al frente de su partido y sea coprotagonista de tiempos más armoniosos entre las dos grandes fuerzas políticas del país. Rajoy –tal vez por su aire tranquilo y prudente, por haberse negado a un debate con su contrincante, por haber ofrecido una imagen tan diferente a la de Aznar y a la de sus más encendidos cruzados– ahora parece desdibujarse y desaparecer. Sólo el tiempo dirá si, liberado de las imposiciones de la confrontación y de la sombra de su amo, se crece y permanece o si acaba fosilizándose como el personaje importante pero lateral –las campañas y elecciones son películas, las presidencias cambian de género y se representan en otro escenario– en esta obra de teatro que ahora se estrena. Para empezar –buena señal–, Zapatero no demoró en tenderle la mano ya desde el momento de anunciar la victoria del PSOE, lo saludó como a “un digno rival” y lo invitó a colaborar en lo que vendrá, en lo que ya ha llegado.
Sólo queda desear también que –como insinúan ya algunos rumores– Aznar no se convenza de que ahora él es más importante que nunca, renuncie al retiro que había prometido porque le iba eso de irse en lo más alto, y regrese con renovadas energías a hacerse cargo de su partido derrotado por el simple hecho de que él no era el candidato. Por lo pronto, ahora le tocará padecer lo que para él es, seguro, uno de los círculos más estrechos del Infierno: largas jornadas despidiéndose de los muebles y de los decorados que ya tienen nuevo adjudicatario que no es quien él y las encuestas pensaban que sería. De entrada –de salida– se lleva un dato implacable: es la primera vez en España que un partido pierde unas elecciones luego de haber obtenido mayoría absoluta cuatro años antes. Hay algo de justicia poética, de pericia narrativa, de preciso tempo dramático en este Adiós, Aznar.
Corresponde, por supuesto, pedir que Zapatero no pierda ahora el tiempo en señalar todo lo que se hizo mal y lo gane para comenzar a apuntalar todo lo que se puede llegar a hacer bien. Al triunfador del PSOE –por el que poco tiempo atrás nadie daba cien pesetas o un euro ni siquiera dentro de su propio partido– le toca ahora demostrar, en momentos complejos si los hay, si tiene eso que algunos llaman en los centros de poder “madera de estadista” y lo que otros –a la altura del llano donde a la hora de la verdad todo se decide– definen como “un buen par de cojones”.
Oportunidades inmediatas no le van a faltar: asume un país que se descubre anfitrión de terrorismo nacional e importado (con boda principesca en Madrid y Fórum cultural en Barcelona como blancos tentadores para cualquier dinamitero loco), patológicamente alineado con el Imperio de Bush de maniobras por Irak, sostenido económicamente sobre los endebles cimientos de un boom inmobiliario que en cualquier momento puede hacer crac y ubicado en una Nueva Europa que todavía no se las ha arreglado para rubricar una nueva constitución general que empalme tanto cable suelto. No es un rol sencillo el que le ha tocado en la obra. Buena suerte, y que los suyos sean buenos parlamentos. Lo que ha dicho el lunes, en los primeros ensayos, no ha estado nada mal: se refirió al retorno de las tropas, a una modificación de las leyes inmigratorias (tuvo palabras puntuales para la Argentina), a una intensificación de las relaciones con Latinoamérica y Europa y el Mediterráneo (nótese la ausencia de USA), a mantener un diálogo constante con los presidentes de las diferentes autonomías (una de sus primeras llamadas telefónicas fue para el lehendakari del País Vasco) y repitió varias veces que van a cambiar muchas cosas. También dijo que “el poder no me va a cambiar”. Ojalá que lo cambie para mejor.
Por lo pronto –paradojas predecibles de la política–, las consecuencias de los resultados de unas típicas elecciones en circunstancias atípicas son que muchos están tristes por la victoria de Zapatero y muchos están contentos por la derrota de Aznar. El resto está a la espera de ser grata y merecidamente sorprendido. La Bolsa –como suele comportarse cuando cambia el viento– ha caído. En los próximos días los españoles serán testigos protagónicos de una cantidad de ahoras y de múltiples después en ese juego político que es el abrir y cerrar puertas a reuniones más o menos secretas: el imperfecto vaudeville del poder no ha evolucionado mucho y por algo será. Ahora sube el telón. Y ahora los noticieros y los diarios comenzan a comentarlo y mostrarlo con diagramas, infografías, curvas ascendentes y descendentes, a los espectadores que –sépanlo, no lo olviden nunca– también son los críticos.
Por lo pronto –entre tanto picaporte y ojo de cerradura y oreja apoyada para oír lo que se dice al otro lado de puertas precintadas– hay buenas y saludables noticias: se han abierto las ventanas.
Y entra aire fresco.