Mié 17.03.2004

EL MUNDO  › LA PSICOSIS DE LOS PASAJEROS DE TRENES EN MADRID

Un tren que marcha a media máquina

La gente circula en las estaciones de Madrid donde sucedieron los peores atentados en suelo español.
Cómo son los relatos de los pasajeros que, todavía conmovidos, toman el transporte diario en una atmósfera fúnebre.

Desde Madrid *

Seis días después de la tragedia, la estación de Alcalá de Henares sigue a medio gas. Carteles y velas recuerdan a los muertos. El ambiente es fúnebre y espeso, un silencio rotundo rodea a los escasos viajeros. Hay más medidas de seguridad que al día siguiente del atentado. Los trenes rojiblancos esperan en los andenes a que los usuarios se adapten otra vez a los viejos horarios: salidas hacia Atocha cada cinco minutos. Pero nada es igual, todavía.
Algunas personas suben a los trenes llorando. Otros llegan y se dan la vuelta. Los más enteros van ocupando los asientos del primer tren de la muerte (de las 7.05) con tristeza y tranquilidad. Los jóvenes con mochila intentan sonreír para tranquilizar a los demás. Pero las muchedumbres que había hace sólo seis días no han regresado: en Torrejón, San Fernando, Coslada, las grandes ciudades dormitorio, los trenes no se llenan del todo, y mucha gente se baja en Vicálvaro para evitar el triángulo Santa Eugenia, El Pozo, Atocha. Allí dejan el tren y toman el subte con expresión de alivio. Pero en Atocha hay multitudes en el andén de la vía 1 y 2 (donde explotó el primer tren), y la imaginación prefiere no manejar la posibilidad, muy plausible, de que las explosiones hubieran sucedido con otro tren parado en la vía 1, justo enfrente, a 10 metros.
Antes de amanecer, en el andén de Vicálvaro hay unas velas apagadas y cuatro o cinco personas esperando el Cercanías. Cristina Gallego, de 25 años, se escapó de las bombas de Atocha porque “ese día estaba de baja”. El lunes tomó el tren por primera vez, con gran susto. “Antes de llegar a Entrevías, un joven de otro vagón vino corriendo a buscar al revisor porque alguien había olvidado una bolsa que no era de nadie. Cuando paró el tren, antes de la estación, todo el mundo se bajó en tropel. Cuando sacaron la bolsa sólo volvió a subir la mitad.”
En El Pozo, Marcia se santigua antes de meter su billete en el torno. Está amaneciendo. Justo al lado hay decenas de velas rojas. Pero las flores y los cirios por el suelo no son lo único que llamaría la atención a un forastero que acabara de llegar al sur madrileño sin noticias de lo ocurrido. En el lugar del atentado más sangriento del 11-M la tragedia se hace obvia en las caras y las marquesinas desgarradas. Marcia, asistenta de 48 años, cuenta cómo se siente: “Se me estremece el cuerpo cuando veo esas velas, pero hay que seguir adelante. Me persigno porque soy ecuatoriana y allí nos encomendamos a Dios cuando salimos de casa cada día”.
En el andén de Santa Eugenia, a la altura del vagón en el que estalló la bomba, hay un ramo de flores y más velas. Una mujer de mediana edad se agacha a encender una antes de subir al tren de Atocha, pocos minutos antes de la hora en la que ocurrió la tragedia, a las 7.42. “Todavía no sé cómo estoy aquí”, dice. Como todos los días, el pasado jueves ella fue a tomar el tren a la misma hora. Lo vio todo. Todavía no lo ha superado: “Tengo un gran sentimiento de culpa, todos los heridos, y yo no hice nada”. En El Pozo, los habituales de las 7.30 miran al suelo. Pero no son los de siempre, o más bien, no están todos los que eran habituales. Faltan los que ya nunca más serán pasajeros del tren de Cercanías, y el miedo o la pena retrae todavía a muchos más. Los trenes paran con asientos libres. José Manuel, de 27 años, siempre iba de pie en el vagón que lo lleva a su taller de serigrafía, pero ayer pudo sentarse. Dice que no está obsesionado. Que no se puede tener más cuidado que antes porque lo que pasó era inevitable.
Los que esperan en los andenes de El Pozo, recién reparados, están más o menos abatidos, según su carácter. Gela, georgiano de 49, peón de albañil, no tiene miedo porque estuvo dos años en el ejército georgiano: “Allí tuve que esquivar muchas balas”. Mónica, de 27 años, apenas balbucea: “Tengo un nudo en el estómago, pero hay que tomar el tren”. Alfonso, 35 años, colombiano de Coslada, es tajante: “El que no tiene susto es que no tiene corazón”. Juan, de 32, dice nada más bajar del tren en El Pozo con un bollo de chocolate en la mano: “Yo me adapto a todas las situaciones, lo voy llevando bien”.
Todos afirman querer retomar su vida habitual, aunque algunos estén todavía muy inquietos, porque, como dice Sergio, de 23 años, “tenemos suerte de que no nos haya tocado pero hay que seguir adelante”. Ese es el mensaje en el que insisten los usuarios de Cercanías. La vida sigue, con sus rutinas. Por eso se suben al tren.
El tren llega rápido a Atocha, impidiendo que el morboso pueda ver el escenario de los asesinatos de la calle Téllez. Los guardias jurado que cada día controlan la aglomeración en los andenes 1 y 2 de la estación, empujando a las masas para que quepan en los trenes “como en el metro de Japón”, no tuvieron ayer mucho trabajo. En esas plataformas paran los trenes que llegan del corredor del Henares en dirección a Chamartín (zona norte de la ciudad). Habitualmente, miles de personas se amontonan durante la hora pico en las escaleras mecánicas para hacer trasbordos. Ayer, todavía no eran tantos. José Manuel, un guardia que estaba de servicio el día 11, confirma con una anécdota poco común hasta la semana pasada que todavía hay miedo entre los pasajeros. El lunes pasado, los viajeros de un tren bajaron en tropel de un convoy porque había un carro de la compra abandonado. Resultó ser de un repartidor de publicidad. Como precisa José Manuel, “ha vuelto la circulación, no la normalidad”.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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