Vie 02.07.2004

EL MUNDO  › OPINION

Silenciando a la Bestia

Por Robert Fisk *
Desde Bagdad

Con ojeras, barba gris y con el dedo en alto como señal de enojo, Saddam sigue siendo el mismo zorro –alerta, cínico, desafiante, abusivo, orgulloso–. Sin embargo, la historia reconocerá que el nuevo gobierno “independiente” de Estados Unidos en Bagdad ayer le dio a Saddam Hussein una audiencia preliminar digna de un viejo y brutal dictador. Fue llevado a la corte con cadenas y esposas. El juez insistió en que su nombre se mantuviera en secreto. Los nombres de los demás jueces se mantuvieron en secreto, al igual que la ubicación de la corte. No había abogados defensores. Por horas, los jueces iraquíes se las arreglaron para censurar las pruebas de Saddam de la grabación de sonido de la audiencia –para que el mundo no pudiera escuchar la defensa de este hombre desgraciado–. Aun la CNN tuvo que admitir que le fueron entregados videos de la audiencia “bajo circunstancias muy controladas”. Fue el primer ejemplo del “nuevo” sistema judicial de Irak. Sin embargo, los videos de la corte fueron transmitidos con el logo “aprobado por el ejército estadounidense”.
¿Qué querían esconder los iraquíes y sus mentores norteamericanos? Tal vez querían esconder la voz de la Bestia de Bagdad enfrentándose, para sorpresa del joven juez, con la propia corte señalando que el abogado investigador no tenía derecho de hablar “por la llamada Coalición”. Tal vez querían esconder la negativa arrogante de Saddam para tomar responsabilidad humana por la invasión de Kuwait en 1990. O tal vez su respuesta escalofriante sobre los gaseados masivos de Halabja. “Escuché hablar de Halabja”, dijo, como si lo hubiera leído en el diario. Después dijo justamente eso: “Escuché de las matanzas a través de los medios”. Probablemente los norteamericanos y los iraquíes que designaron los primeros para gobernar al país fueron sorprendidos. Saddam, se nos dijo en los últimos días, estaba “desorientado”, “deprimido”, “confundido”, una “sombra de lo que era” y otros cliches. Así lo describían los canales norteamericanos desde Bagdad ayer. Pero en el momento en que el video mudo comenzó a ser transmitido, una película muda en color, el viejo combativo Saddam evidentemente seguía vivo. Insistió en que los norteamericanos estaban promocionando su juicio, no los iraquíes. Su cara se enrojeció y mostró un visible desprecio por el juez. “Esto es todo teatro”, gritó. “El verdadero criminal es Bush.”
Sus ojos marrones observaron todo lo que ocurría en el pequeño tribunal, desde el juez con su capa negra con bordes dorados al policía con sobrepeso con un su enorme barriga, nunca nos mostraron su cara, con las siglas de Servicio Correccional Iraquí en su uniforme. “No firmaré nada sin antes de hablar con un abogado”, anunció Saddam, correctamente según varios abogados iraquíes que vieron su performance por la televisión. Estaba enojado pero no vencido. Y, por supuesto, viendo ese rostro ayer, uno debía preguntarse cuánto de Saddam se reflejaba sobre los crímenes muy reales de los que se le acusa: Halabja, Kuwait, la supresión de los levantamientos chiítas y kurdos en 1991, las torturas y los asesinatos masivos. Uno miraba esos ojos grandes y cansados y se preguntaba si comprendía el dolor y la tristeza y el pecado de la misma manera que nosotros, los mortales. Y después habló y oímos lo que necesitábamos oír y la pregunta se esfumó; quizá por eso fue censurado. Debíamos verlo a los ojos, no escuchar sus palabras. Como Milosevic, luchó desde su rincón. Demandó ser presentado al juez. “Soy un juez de investigación”, dijo el joven abogado sin decirle su nombre.
Se trata de Ra’id Juhi, un musulmán chiíta de 33 años que había sido juez 10 años bajo el régimen de Saddam, un punto en el que no tuvo otra alternativa que darle la razón a Saddam más tarde en la audiencia sin decirle al mundo cómo era ser juez bajo el dictador. También es el mismo juez que acusó al clérigo chiíta, Muqtada al-Sadr, de un asesinato en abril del año pasado, lo que después llevó a una batalla militar entre Sadr y las tropas norteamericanas en las ciudades santas de Najaf y Kerbala. Juhi, que recientemente trabajó como traductor, fue designado –para sorpresa de nadie– por el ex virrey estadounidense en Irak, Paul Bremer.
“Soy Saddam Hussein, el presidente de Irak”, anunció el ex dictador, que es exactamente lo que dijo cuando las tropas norteamericanas de Fuerzas Especiales lo sacaron del agujero en el que estaba escondido a orillas del río Tigris, hace siete meses. “¿Se podría identificar?” Cuando el juez Juhi dijo que representaba a la coalición, Saddam lo retó. Los iraquíes deberían juzgar a los iraquíes pero no en nombre de poderes extranjeros, sentenció. “Acuérdese de que es un juez, no hable por los ocupantes.”
Después se convirtió en un abogado. “Estos crímenes de los cuales se me acusa, ¿no son leyes que fueron instauradas bajo Saddam Hussein?. Juhi respondió afirmativamente. “Entonces, ¿qué le da a usted el derecho de utilizarlos contra el presidente que los firmó?” Aquí estaba la vieja arrogancia que conocíamos, el presidente, el rais que creía que era inmune de sus propias leyes, que estaba por arriba de la ley, por fuera de la ley. Esas cejas grandes y negras que solían moverse cuando estaba enojado, comenzaron a moverse de forma amenazante hasta que estaban tan arqueadas como puentes.
La invasión de Kuwait no fue una invasión, dijo. “No fue una ocupación.” Kuwait había tratado de ahogar económicamente a Irak, “para deshonrar a las mujeres iraquíes que saldrían a la calle y serían explotadas por 10 dinares”. Dada la cantidad de mujeres que fueron deshonradas en las propias cámaras de tortura de Saddam, esas palabras llevaban su propia y terrible soledad. Llamó a los kuwaitíes “perros”, una descripción que las autoridades iraquíes censuraron y en vez pusieron “animales” en el video. Los perros son uno de los animales más despreciados en el mundo árabe. “El presidente de Irak y el jefe de las fuerzas armadas iraquíes fueron a Kuwait de manera oficial”, dijo Saddam.
Pero después, mirando esa cara con su boca expresiva y dientes blancos y brillantes, sus ojos brillosos por la luz de las cámaras, se me ocurrió una idea espantosa. ¿Será posible que este terrible hombre, al que se le dieron menos posibilidades de ser escuchado que a los nazis en las primeras audiencias de Nürenberg, sepa menos de lo que pensábamos? ¿Podrá ser que sus generales sátrapas y serviles y sus propios hijos le escondieran las inequidades de su régimen? ¿Podrá ser posible que el precio del poder sea la ignorancia, el costo de la culpa una idea de que las leyes, tan inmutables, según Saddam ayer, no eran tan respetadas?
No, creo que no. Recuerdo cómo, hace una década y media, Saddam le preguntó a un grupo de kurdos si debería colgar al “espía” Farzad Bazoft y cómo, una vez que el grupo le dijo que ejecutara al joven periodista free lance del Observer ordenó que lo colgaran inmediatamente. No, yo pienso que Saddam sabía. Creo que veía su brutalidad como su fuerza, su crueldad como justicia, el dolor como lo difícil de la vida, la muerte como algo que debería ser soportado por otras personas. Y cuando dijo que él era el “presidente de Irak”, eso lo decía todo.
Por supuesto, estaba en ese saco negro elegante y curioso, más un blazer de sport que una pieza de vestimenta formal, la camisa limpia y almidonada, la birome barata y el pedazo de papel de cuaderno doblado que sacaba del bolsillo interno de su saco cuando quería tomar nota. “Respeto la voluntad de la gente”, dijo en un momento. “Esto no es una corte.” El momento clave ocurrió en este momento. Saddam dijo que la corte era ilegal porque la guerra angloamericana que lo creó también era ilegal, no tenía apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU. Después Saddam se encorvó un poco y dijo con ironía controlada: “¿No me debería encontrar con los abogados? ¿Por diez minutos?”. Y uno debía tener un corazón de piedra para no recordar cuántas de sus víctimas habrían rogado de la misma manera, solo por diez minutos más.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Ximena Federman.

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