Sáb 13.04.2002

EL MUNDO  › COMO ESTALLAN LAS BOMBAS EN ISRAEL Y COMO SE REPRIME A LOS PALESTINOS

Desde una masacre a otra en Israel

Un atentado palestino que dejó siete muertos y decenas de heridos en Jerusalén frustró el encuentro que iba a realizarse hoy entre Colin Powell y Yasser Arafat. En estas páginas, el estremecedor relato del enviado de Página/12 respecto del ataque y de la represión en el campo de refugiados de Jenin, en un lugar donde la violencia sepulta sistemáticamente todas las iniciativas de paz.

› Por Eduardo Febbro

La muerte pesa en los brazos de cualquiera que sea testigo. Ayer, la muerte fue una explosión sorda y cercana. Un temblor breve proveniente del sector elevado de Jaffa Street, en el gran mercado de Jerusalén occidental, junto al barrio ortodoxo de la ciudad. La tarde estaba cayendo, vacía por el comienzo del Sabbah y llena de las terribles imágenes de la ciudad palestina de Jenin. Israel no deja tiempo de aceptar el dolor de un campo que el otro se expande con un dolor igual. Antes de que llegaran las ambulancias una mujer gritaba, histérica, desesperada, con medio cuerpo fuera de la ventana: “Basta de matarnos, por favor, dejen de ponernos bombas”.
Cuarenta metros más adelante estaba el teatro del horror dibujado por una joven palestina de 20 años que hizo explotar la bomba que llevaba encima cuando subió en la parada del autobús de Jaffa Street. Vidrios rotos, chapas dobladas, pedazos de carne humana repartidos por el suelo, gente con miembros arrancados mirando hacia la nada, personas heridas intentando escapar de lo que ya había ocurrido. Un hombre de edad con la barba embebida de sangre levantaba sus manos hacia el cielo, como si estuviera pidiendo al más allá que lo sacara de ese horror que lo circundaba. Fue el primero en ser evacuado, junto a un joven herido en una pierna y una mujer que salió de entre el tumulto con la mitad de la cara vendada.
La hora de los fanáticos
Puntuales, casi cotidianos, los enemigos de todo acuerdo volvieron a sacar sus garras. Michel Hains, uno de los socorristas del barrio que acudió para los primeros auxilios, vociferaba en plena calle: “¡Eso es Arafat, un asesino! Esta es la obra del hombre defendido por todo Occidente. El solo quiere la muerte y la destrucción de Israel. Nosotros pagamos nuestra libertad con la muerte de los civiles inocentes”. Hains estaba fuera de sí. Llevaba guantes de goma que alguna vez fueron blancos. Ahora estaban manchados de con la sangre de los suyos. Alrededor de él, un grupo de ortodoxos gritaba “Muera el proceso de paz, muera el proceso de paz”. Ropa negra, barbas tupidas, en los balcones de un segundo piso unos 30 ortodoxos hacían añicos un afiche de Yasser Arafat al tiempo que gritaban: “Arafat asesino”, “Muera Arafat”. Abajo, en la calle, los médicos asistían a los pocos heridos que necesitaban asistencia.
Era difícil abrir los ojos y contar las bolsas de plástico negras alineadas en el piso con un número cada una. Un número blanco sobre el fondo de la noche más negra. Con la mujer palestina que provocó la explosión el atentado dejó un saldo de 7 muertos y 85 heridos, muchos graves. Un desastre absoluto. “Israel es un país de locos. Lo peor de todo es que como estas escenas ocurren desde hace más de un año ya nos estamos acostumbrando a la muerte”, comentaba a Página/12 un comerciante del barrio. La explosión destruyó el carrito de frutas que tenía montado a apenas 30 metros de la parada del colectivo. “Queremos matar a todos los palestinos porque, cada día, ellos nos matan a nosotros”, vino a gritar otro señor ante el micrófono cerrado de una cámara. Los socorristas fueron despejando poco a poco los restos humanos. Detrás vinieron los expertos en explosivos a juntar cuanto vidrio roto había en el suelo. Las bolsas negras con los restos de la gente se apilaban a un borde de la calle. La rabia se mezcló con el dolor y las frases punzantes caían como cuchillos afilados. “En la Biblia está escrito que Dios nos dio este territorio. Que todos esos palestinos de mierda se vayan o revienten”, vociferó un miembro de la comunidad ortodoxa. Uno de los portavoces de la cancillería israelí vino hasta la prensa a dar su versión. Los muertos estaban de unlado de la barrera, del otro, el odio de los vivos decía: “Deberían matar a todos los árabes que pasan. Si quieren sacrificarse el ejército está listo para matarlos a todos”. El portavoz, Emannuel Nashon, explicó que lo que acababa de ocurrir “era el comité de bienvenida preparado por Arafat para Colin Powell”. Alguien, colérico, lo interrumpió diciendo: “Digan a todos los europeos que manden a sus hijos a Israel para que vean cómo caen bajo las bombas”. Otro señor, con el cuello manchado de sangre, preguntó: “¿Usted conoce a un judío que haya matado a un palestino?”.
Uno de los portavoces de Ariel Sharon se acercó más tarde. Reafirmó la posición oficial del gobierno: “Arafat es el jefe de los terroristas, él mismo es un terrorista, él es el instigador de todos estos atentados. Hasta que no hayamos eliminado a todos los terroristas lo vamos a mantener encerrado en Ramalá”. Al final sólo quedó un montón de gente gritando y el colectivo vacío, con todos los vidrios despedazados. Adentro, desparramadas por el suelo, había frutas y legumbres: naranjas, tomates, cebollas y, sobre un asiento, junto a un puñado de ropa desgarrada, una botella de whisky, intacta, inmaculada.
La hora de los represores
Era imposible no pensar en las imágenes de Jenin. En esa terrible coincidencia que hace que las dos ciudades se escriban con J: Jerusalén, Jenin.
“Lo primero que vi cuando abrí la puerta de mi casa fueron tres soldados que me apuntaban como si yo fuese un asesino. Sin siquiera preguntarme mi nombre, uno de los soldados se puso a gritar, empujándome hacia el interior de mi casa: ‘¡Vos mandás a tu hijo a que nos mate, pero nosotros los vamos a exterminar!’ Me ordenaron que me quedara en el piso y empezaron a romperlo todo. Después me llevaron. Tengo mujer y tres hijos. Todavía no sé nada de ellos’”. Ali Al-Chati narra estas cosas con asombro. Vive en el campo de Jenin desde hace varios años y nunca pensó que le tocaría vivir lo que vivió. Aún lleva las marcas de la soga con que le ataron la muñeca. Pero no se queja, sólo cuenta, ininterrumpidamente: “Se llevaron a todos los hombres de la calle y nos transportaron hasta una casa que servía de local de interrogatorio. Vi a muchos palestinos desnudos, con las manos atadas a las espaldas”. El doctor Jabarine es más preciso: “No podemos evaluar el número de muertos. Las ambulancias no están autorizadas a salir del hospital, ni tampoco se las deja entrar. Es espantoso. Llevamos varios días pidiendo al ejército que dejen llegar los medicamentos que están en un depósito, pero no dejan. Los heridos que tenemos acá se van a morir por falta de asistencia”. El relato del doctor Abou Ghali, director del hospital público de la ciudad, es más terrible: “Durante los primeros días, la gente llamaba por teléfono pidiendo ayuda. Pero no podíamos salir. Los tanques israelíes aplastaron la única ambulancia que teníamos”.
Ningún periodista logró llegar hasta el corazón del campo de refugiados de Jenin donde se llevaron a cabo los combates más violentos. Los testimonios recogidos provienen de puntos aledaños, hasta donde la prensa pudo acercarse. El ejército israelí mantiene los accesos cerrados. Ziad Abou Ziad, un dirigente palestino, acusa a los hombres de Tsahal de “haber cometido una espantosa matanza. Ahora tardan en retirarse e impiden que la prensa tenga acceso porque así ganan tiempo para esconder los cadáveres”. Pierre Poupard, delegado de Unicef en Israel, denunció ayer el “muro humanitario” que Israel levantó en Jenin impidiendo que la más estricta ayuda sea proporcionada a la población. Poupard aseguró que “mientras la Cruz Roja no pueda entrar, no sabremos lo que ocurrió. Estamos ante una situación inédita. En toda guerra siempre hay corredores humanitarios, pero esta vez no se puede saber”. Hazia sabe. Vio tantas cosas que no sabe cómo acomodarlas antes de contar lo que vio y vivió: “El ejército vino acá, cayó sobre nosotros, empezó a ir casa por casa disparando a mansalva sin siquiera preocuparse si las casas estaban ocupadas o no. Después llegaron con los tanques y las topadoras. Lo demolieron todo, con la gente adentro, viva, herida o muerta. ¿Cómo quiere que sepamos el número de muertos?”.
El ejército admitió la existencia de 250 muertos en Jenin. La autoridad palestina cifró el número de víctimas en 500. El general Ron Kitrey, portavoz del ejército israelí, aceptó que había habido “varias centenas de muertos palestinos durante los combates. Pero no hay que creer en las alegaciones palestinas que afirman que se trató de una matanza”. Pocos están en condiciones de corroborarlo. Ninguna organización independiente fue autorizada a ingresar al campo de Jenin. Las voces que cuentan describen un apocalipsis. Las escasas imágenes que circulan son apenas el retazo de una verdad que, como muchas, se quedará encerrada en el relato de quienes la sufrieron. Hazia dice: “En mi calle había montones de cadáveres, de gente herida. Con el correr de los días se secaron a fuerza de perder sangre. Los bombardeos duraban todo el día. Nadie venía a buscar a los heridos. Por favor... ¡No me pregunte más!”.

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