EL MUNDO
› NIÑOS EX REHENES CON PADRES MUERTOS, Y PADRES QUE ENTIERRAN A SUS HIJOS
Cómo se vive el horror después del horror
Beslán, la ciudad rusa que fue escenario del horror del secuestro de 1200 personas y de un rescate que costó 360 vidas, vive ahora nuevos horrores: la búsqueda de los muertos y los sobrevivientes que han quedado solos en el mundo. Aquí la desgarradora crónica del día después de la tragedia.
Por Andrew Osborn
y Cole Moreton *
Desde Beslán, Rusia
Artzamas no sabe que su padre está muerto. El niño de siete años temblaba y se sacudía mientras hablaba, tartamudeando, de su escape de la Escuela Número 1. “Hubo una fuerte explosión y empezamos a correr. Corrimos con todos los demás. Salimos por una ventana y saltamos... y después nos empezaron a disparar desde atrás. Tenía miedo.”
Las palabras eran incongruentes en la boca de un niño, pero sus ojos oscuros no eran los de un niño. Miraban como descontrolados hacia todos lados. Dos niños más pequeños intentaban jugar con él, sin poder entender del todo lo que sucedía en torno de ellos: la tristeza de los adultos, su muda conmoción lentamente convirtiéndose en lamentos y en furia; las multitudes en el hospital, donde hombres y mujeres buscaban desesperadamente en las listas de sobrevivientes los nombres de sus seres queridos; y multitudes aún más grandes en la morgue, mientras familiares esperaban para identificar a los muertos acostados en filas tras filas de bolsas con cadáveres, algunos de las cuales ni siquiera tenían cuerpos enteros en su interior.
Pero Artzamas entendía. Cincuenta y tres horas como rehén lo habían robado del mundo aún habitado por sus jóvenes compañeros. Todavía habría más dolor adelante. “No sabe que su padre está muerto”, dijo Aza Ezaev, una amiga de la familia. “Artzamas cree que el padre está ayudando a recuperar los cadáveres del colegio.” El padre del niño no estaba en el colegio cuando llegaron los terroristas, pero se enteró de lo que estaba ocurriendo y corrió a la escena junto a otros hombres que temían por sus hijos. Como ellos, fue tomado como rehén y luego le dispararon. “No tiene a nadie”, dijo Aza, con ojos llorosos. “Su madre lo abandonó y su abuela está muy enferma. No sé qué pasará con él.” Artzamas, a pesar de todavía estar claramente en shock, podía hablar. “Tres de ellos (los secuestradores) tenían las caras tapadas, había siete en total, hombres y mujeres; dos tenían la cara descubierta.” Durante el secuestro no le permitieron ir al baño ni tomar agua. Durmió en el piso junto a muchos otros. Los secuestradores hablaban en ruso, “a veces” dulcemente. Una niña, que era su vecina, no sobrevivió –relató–, empezando de repente a llorar. “Mataron a los adultos y querían matarnos a nosotros también.”
Los expertos que estaban afuera habían tenido esperanzas de que a medida que pasaba el tiempo, el sufrimiento de los niños hambrientos, sedientos, acalorados y atemorizados apelaría a la humanidad de sus captores. No ocurrió así. “Cuando los chicos empezaron a desmayarse, ellos se rieron”, dijo Alla Gadieyeva, de 24 años, que fue capturada junto a su hijo y a su madre. Los pedidos de agua también tuvieron risas como respuesta. “Eran totalmente indiferentes.” El comienzo del fin llegó de repente, el viernes por la mañana. “Nos dijeron que iba a haber negociaciones y nos ordenaron que nos acostáramos boca abajo”, dijo un rehén. Hubo explosiones afuera y también disparos, dijo otro. “Había bombas colgadas en todo el lugar. La cinta adhesiva se despegó, una bomba cayó y explotó.” Diana Gadzhinova, de 14 años, estaba acostada en el piso junto a su hermana. “Nos quedamos donde estábamos. Pero de repente, hubo otra explosión arriba nuestro y parte del cielorraso se cayó. La gente gritaba en pánico. Miré hacia arriba y vi algunos chicos tirados en el piso cubiertos de sangre, y no se movían. Había un señora muerta al lado mío. Había brazos y piernas por todos lados.” Los explosivos habían sido colgados con sogas de los aros de básquet a los dos extremos del gimnasio. “Esas bombas empezaron a explotar, una después de otra, cada vez más cerca nuestro. El que podía levantarse corría a los gritos hacia las ventanas y a la puerta de salida de atrás.” Diana y su hermana Alina estaban cerca de una ventana. Escaparon y corrieron. Deben haber estado entre los niños que el mundo vio salir tambaleando del colegio, semidesnudos, mugrientos y confundidos.
“Me desperté debajo de los escombros y estaba cubierta de arena –mis oídos, nariz y ojos–”, dijo Irina, una joven rehén. “Corrimos”, dijo un niño que no dio su nombre. “Todavía quedaban dos suicidas ahí...” “Con los gatillos para sus bombas”, interrumpió su amigo. “Dijeron: ‘Si toman el edificio por asalto... los vamos a hacer explotar’.”
Las listas de los sobrevivientes estaban colgadas ayer en la pared del hospital. La gente se arremolinaba para acercarse, buscando noticias. Un hombre mostró a las enfermeras una foto de un niño de traje que parecía incómodo, vestido como para un casamiento o una fiesta. “Corremos de acá para allá, estamos locos intentando enterarnos de algo”, dijo Tsiada Biazrova, de 47. Los hijos de sus vecinos todavía no aparecieron.
“Por favor, ¿podría ayudarme?”, preguntó una mujer, acercándose con una foto. “Estoy buscando a esta niña. No la encontramos en ninguno de los hospitales. ¿La ha visto? Es mi sobrina. Su nombre es Medina.” Albert Kundukhov, de 30 años, no buscaba a nadie. Estaba esperando para reclamar los restos de su madre, su esposa y su hija de la improvisada morgue. “Por lo menos puedo identificarlos”, dijo. “Necesito poner algo dentro del cajón.”
La forma en que la tristeza se convertía en una ira profunda y vengativa se mostraba en Alan Kargiyev, de 20 años y estudiante. “Los padres enterrarán a sus hijos, y después de 40 días (el período de luto decretado por la cristiandad ortodoxa) se levantarán en armas y buscarán vengarse.” Mientras miraba a Artzamas de siete años luchando para saber cómo comportarse, Aza Ezaev temía por su reacción cuando le dijeran de su padre. Todavía esperaba noticias de amigos y familiares, pero tenía una historia a la cual aferrarse para inspirarse: la hija de una vecina se había liberado de las garras de una suicida y corrió. Estaba sana y salva. Muchos otros de su comunidad, que es muy unida, no. “Conocemos a tanta gente aquí que no sabremos a qué funeral ir.” Su nuera, Larisa, una chechena, dijo: “Tengo la sensación de estar como en sueños, como si esto fuera una pesadilla. Vi cualquier cantidad de cosas horrendas en Chechenia, pero una nunca se acostumbra. Me duele la cabeza”. Más temprano, tuvo una llamada sorpresiva de un amigo cercano de la familia, Kazbek. “Está vivo. Pensamos que había muerto y ya lo habíamos enterrado miles de veces en nuestras cabezas. Pero está malherido y está en el hospital”, dijo Larisa. “Está herido porque se tiró encima de su esposa y sus hijos cuando hubo una explosión.” Aslan, otro amigo, estaba sentado en la cocina, desganado, mirando la televisión. Había visto cadáveres sin cabeza, pero estaba demasiado traumado como para hablar. Un psicólogo de guardapolvo blanco apareció en la pantalla advirtiendo de no desestimar el impacto de los últimos días.
“Presten especial atención a las personas que dicen que están bien”, dijo. “No están bien. Nadie puede estar bien después de pasar por esto.”
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Ximena Federman.
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