Lun 06.09.2004

EL MUNDO  › FUNERALES DE LOS NIÑOS, PADRES Y MAESTROS ASESINADOS

Adiós a los muertos de la escuela rusa

Los habitantes de la ciudad rusa de Beslán, en Osetia del Norte, despidieron a los que murieron en la trágica toma de rehenes del martes, cuyo desenlace el viernes dejó, según la cifra oficial, 394 víctimas. Pero extraoficialmente se habla de un número de entre 400 y 600. Hubo ayer tres detenidos en conexión con el secuestro.

Por Andrew Osborn *
Desde Beslán, Rusia

En el día de los primeros funerales que congregaron a todo el pueblo de Osetia para llorar a sus niños muertos se supo que hubo tres detenidos –dos hombres y una mujer–, uno de los cuales se cree que tuvo una “participación personal” en el secuestro del edificio escolar. En el cementerio de la ciudad rusa, los osetianos dieron su último adiós a los seres queridos. El rostro de una pequeña parecía de cera, su boca cubierta con un simple retazo de tela blanca manchada de sangre y su cajón repleto de rosas y muñecas Barbie. Un familiar sostenía una fotografía en la que se la veía aún con vida: una sonriente niña de 11 años en su uniforme escolar azul con cuello blanco. Mientras a Alina Felixovna Khubetseva la enterraban, su madre y familiares lloraban y gemían y una banda tocaba la marcha fúnebre, bajo un cielo plomizo y lluvioso. “Mi hija, mi pobre hija”, sollozó la madre, levantando, trémula, su cabeza hacia el cielo, y luego abrazó a uno de sus familiares en busca de consuelo. El gobierno ruso informó que las víctimas eran 394. Pero el Ministerio de Salud de Osetia calculó las víctimas en 460, y fuentes extraoficiales estimaban que serían 600.
Hace tres días, Alina era una de los cientos de escolares cautivos en el gimnasio de la escuela. No se sabe exactamente cómo murió, pero se cree que falleció cuando los terroristas detonaron las minas que derrumbaron el techo del salón sobre 500 niños. En un campo en las afueras de Beslán, rodeado de ganado y brumosas colinas, esta pequeña ciudad del sur de Rusia, de la que nadie había oído hablar hasta el martes, enterró ayer a sus muertos. Las excavadoras mecánicas abrían los pozos de las tumbas que se extendían a lo lejos, mientras los funcionarios daban como cifra oficial de la masacre del viernes al menos unos 394 muertos y se suponía que aumentaría. Muchos de los que permanecían en el hospital seguían en estado grave y la mayoría del pueblo aún no tenía idea de si sus seres queridos estaban vivos o muertos. Fotografías en blanco y negro de algunos de los 191 desaparecidos colgaban del centro cultural de la ciudad, para que en caso de saberse su paradero se telefonease a los desesperados padres de los niños perdidos.
Separados por apenas unos metros, los servicios se llevaban a cabo en forma simultánea para cuatro o cinco cuerpos que eran enterrados al mismo tiempo. Pilas de oscura tierra se amontonaban en los campos en preparación de los cientos de otros funerales y comitivas fúnebres que despedían por última vez a los alumnos de la escuela Nº 1. El calor intenso descompuso varios cuerpos y, a pesar de que habían sido tratados con químicos, el olor era inconfundible, por lo que varios de los que guardaban luto debieron cubrirse la cara con pañuelos. Los cajones variaban, algunos eran blancos, otros marrones, la mayoría adornados con algún lazo o tela, pero casi todos eran de chicos. Un deseo de venganza se mezclaba con el dolor. “Prometo que te vengaré de los que te asesinaron”, dijo un hombre de barba y de negro, mientras arrojaba la tierra sobre la tumba de Timur Tsallagov, de 35 años. Los arreglos florales eran colocados en las tumbas preparadas con rapidez. “A mi favorita Alinochka”, se leía.
Varios hombres del Cáucaso con sus tradicionales gorros pasaban frente a las tumbas a las que arrojaban paladas de tierra antes de presionar suave con sus huellas en la tierra, al rezo de alguna plegaria. Las placas eran simples, de pino, con inscripciones en birome. Khasbi, el sepulturero de la ciudad, dijo: “Más de 300 personas serán enterradas para cuando hayamos terminado. Mis hijos están a salvo, pero nunca había visto algo como esto”. Un joven llamado David merodeaba por entre las tumbas recién excavadas llevando la fotografía de su primo, Alan, de 15 años, al que dispararon en la espalda cuando intentó escapar de la escuela. A unos metros de ahí, en una doble tumba cubierta de docenas de rosas blancas y rojas, yacían dos hermanas: Alina e Ira Tetova, de 12 y 13 años. El sonido del dolor se sentía en el aire. Muchos de los familiares enfrentaron sus demonios visitando la escuela donde murieron sus seres queridos. Lo que encontraban excedía sus peores temores. Los restos de un terrorista estaban esparcidos cerca de la sala de juegos. Su chaqueta desgarrada y manchada de sangre, restos de una mandíbula completa con un solo diente, hebras de su barba, y cartuchos de mortero, los guantes, y cajas de chocolates que los niños deben haber llevado para festejar el 1º de septiembre.
El hedor de la carne incinerada era insoportable y los osetianos retenían la respiración. Señalando hacia unas cortinas blancas manchadas de sangre, un soldado dijo: “Allí es donde una de las suicidas detonó su bomba y se voló”. Otra muestra era simplemente rotulada como “rebelde número tres”. Dentro del gimnasio, donde varios niños habían sido mantenidos cautivos, el escenario era tétrico. Estiércol y paja colgaban de las pizarras de madera, mientras que los zapatos de los niños se alineaban cerca de los ventanales destrozados. El aro de básquet ante el cual los terroristas habían desparramado las minas se mantenía intacto, como única excepción. El techo había colapsado, las barras de gimnasia ennegrecidas por los explosivos y las paredes perforadas por cientos de balas. Un altar provisional fue erigido en el centro del campo de básquet. Iconos rusos ortodoxos tradicionales se veían junto a botellas de agua y paquetes de galletas, un recuerdo de cómo los secuestradores se negaron a recibir víveres para sus cautivos. Mientras algunos recordaban a sus muertos recorriendo la escuela, otros aún esperan el designio de los 447 heridos que están siendo atendidos en el Hospital de Beslán, de los cuales 234 serían niños, 58 en estado crítico. En Osetia del Norte renunció el ministro de Interior, Kaslev Dsantijev, ante críticas por el manejo de las tropas rusas y por haber priorizado la fuerza a la negociación.
Algunas voces pedían la formación de una comisión de investigación para dilucidar lo ocurrido y confrontar la versión de que una explosión de granada en uno de los techos precedió el asalto de las fuerzas rusas, que encerró a los rehenes en un doble fuego mortal. Cerca de 30 cadáveres de los rebeldes del comando secuestrador fueron encontrados y se demostró que había cerca de 1180 rehenes contra los 350 estimados. Mientras la lluvia caía sobre la escuela, era constante el llanto de mujeres. La escena desafiaba todo entendimiento.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Alicia B. Nieva.

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