EL MUNDO
› OPINION
Te felicito, Rodríguez
› Por Susana Viau
Si no hubiera bastado la tranquila presencia de una bandera norteamericana en medio de una manifestación que los medios audiovisuales, especialistas en ilusionismos y milagros, hicieron llegar al millón de personas; si no hubiera sido suficiente la instantánea satisfacción de ese texano de pobre inteligencia y ojos pequeños que se ahogó con una galletita y respondió “un grupo de rock” cuando le preguntaron qué eran los talibanes; si no hubiera alcanzado con la precipitada adhesión de su Chirolita europeo José María Aznar; pues bien, si todos esos indicios hubieran sido pocos para descifrar la esencia de lo que estaba ocurriendo en Caracas, teníamos en casa, pasando por debajo de la puerta, a La Nación y a sus pensadores de choque, Mariano Grondona y Joaquín Morales Solá. Los mismos personajes y la misma “tribuna de doctrina” que un par de meses atrás se habían estremecido por los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre, los cacerolazos y los escraches, los mismos amigos de la embajada americana, de los banqueros y los grupos económicos concentrados que habían escrito que el movimiento asambleario y piquetero era peligrosamente cuestionador, cuasi golpista y de reminiscencias hitlerianas, batían palmas la semana pasada frente a la recuperación democrática venezolana, encarnada en Pedro Carmona Estanga y soportada por una entente de cuarteles, sindicatos prebendarios y tradicionales vividores de la política.
Los muy pícaros se habían preocupado de rodear el putsch de burdas similitudes con la riada que acabó primero con el gobierno ultraconservador de Fernando de la Rúa y después con el payasesco intervalo de Adolfo Rodríguez Sáa. Quizás esos estrategas chapuceros hayan creído que la construcción de supuestos parecidos, por contigüidad y por proximidad en el tiempo, le prestaría legitimidad al plan. O, al menos, introduciría en los primeros momentos la cuota de confusión indispensable para no dejar desnuda la naturaleza facciosa de la operación.
Por fortuna, algo en esa trama reaccionaria no funcionó. Tal vez la miopía de sus diseñadores, la que les hizo minimizar la falta de unanimidad de los militares y desdeñar la importancia de los pobres de Venezuela bajando hacia las ciudades y taponando las rutas de barricadas, les impidió también advertir que se les estaba filtrando un error. Curzio Malaparte sostiene que el 18 Brumario inauguró el golpe de estado moderno y su innovación, su modernidad, reside en anclar en la legalidad. Luis Napoleón, dice el italiano, se sirve del ejército como un instrumento legal para resolver, en el terreno parlamentario, y con el Parlamento, el problema de la conquista del Estado. Lo contrario es la sedición militar. Y los golpistas venezolanos disolvieron el Parlamento. Sustituyeron dos poderes de la república bolivariana por un representante del gran empresariado. Ellos solitos –y ahora se está probando, con la presencia del agregado militar norteamericano en Fuerte Tiuna– hacían añicos la ficción del Estado mediador, del Estado bonapartista. “El Estado soy yo” no lo vomitaba la arrogancia de Luis XIV: se dibujaba en la boca de un ejecutivo de las petroleras. “Es que el golpe no se lo dieron al presidente de Venezuela, se lo dieron al vicepresidente de la OPEP”, comentó un hombre de extraordinaria sagacidad política y aunque su afirmación no se ajuste como un guante a la realidad, encierra muchos barriles de razón. El decano del cuerpo diplomático venezolano, en un arranque de valentía impropia de los funcionarios de embajadas, había hecho una descripción atípica del régimen que maniobraba para asentarse en el Palacio de Miraflores. Afirmó que la suya es una sociedad signada por la multiplicidad étnica: es negra, mulata, india, mestiza, blanca. La “meritocracia” petrolera, en cambio, es blanca hispana y rubia sajona. Y eran los payos los que acompañaban a Carmona Estanga en su asunción.
“Este es el retablo de Maese Bush. Están sembrando de títeres el planeta”, murmuró sombrío al otro lado del teléfono un periodista que acababa de regresar a Madrid y se desayunaba con el derrocamiento del coronel zambo, elegido por amplio sufragio popular. Pero en estos tiempos uno se acuesta con la boca amarga y de tanto en tanto despierta al clarear con una buena noticia. Hugo Chávez recuperaba la libertad y la conducción del Estado. Habló para un auditorio de gente vestida como personas comunes, para sus colaboradores, y para la nación. Llamó a la tranquilidad y, de pronto, recordó algo. Pidió que le alcancen el fax en el que había desmentido su renuncia. Le acercaron decenas. El totem sonrió y contó una historia a la que nadie después daría valor, aunque evocara a “Un mensaje para García”. Estando en su celda –dijo Chávez– recibió la visita de un soldado. Su subordinado sólo quería saber una cosa: si era cierto que había presentado la dimisión. El coronel de paracaidistas que el prisionero es, lo negó con vehemencia. El soldado se cuadró, hizo la venia y le aseguró: “Entonces usted sigue siendo mi presidente”. En ese diálogo subrepticio, el soldado le rogó que desbaratara la patraña que habían echado a rodar: todos hablan de su renuncia. “Tiene que escribirlo. De puño y letra. Déjelo ahí, en ese cesto, debajo de la basura. Yo volveré a buscarlo”. Del cuartel miserable donde no hay fax y ni siquiera teléfono salió el soldado y distribuyó a los cuatro vientos el breve texto. “Te felicito, Rodríguez”, agradecería Chávez mirando a las cámaras de televisión. Si no era cierto, merecía serlo. Por un rato, vaya uno a saber cuánto, el cuento del soldado de una guarnición perdida nos había dado un respiro: el imperio, está visto, no es un tigre de papel, pero tampoco un tigre de Bengala. Por las dudas, te felicito, Rodríguez.