Mar 05.04.2005

EL MUNDO

Cómo se abrieron las puertas
del Vaticano y la TV lo pudo ver todo

Por Lola Galán *
Desde Roma

No podía ser de otro modo. El Papa que manejó con maestría los medios de comunicación ha sido, a su muerte, engullido por estos mismos medios, que han convertido el ritual fúnebre en un espectáculo planetario. Frente a este nuevo poder parece haber sucumbido, incluso, el ritual milenario que Juan Pablo II reformó en la Constitución de 1996, Universi Dominici Gregis. Su muerte se hizo pública tras ser certificada por su médico personal, que practicó al cuerpo sin vida del Pontífice una prueba “cardiotanatográfica”.
La imagen ha tenido más fuerza que todas las palabras y las disposiciones papales y el cadáver de Juan Pablo II ha sido visto por el mundo entero apenas recompuesto por los embalsamadores y vestido con los paramentos pontificales, la mañana del domingo. Un hecho insólito en la historia de la Iglesia. La Constitución “wojtyliana” no llegaba al extremo de opinar sobre la conveniencia o no de dejar a las cámaras de televisión entrar en la Sala Clementina, una de las más majestuosas del Palacio Apostólico, donde el cadáver quedó expuesto, quizá porque nadie se había atrevido a imaginarlo. Pero así fue. Por primera vez en la historia, además, en el homenaje privado al Pontífice de las altas jerarquías eclesiásticas, han sido admitidas las autoridades civiles italianas y el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede.
El verdadero record de intromisión en la intimidad del duelo se había producido horas antes, cuando las cámaras fueron autorizadas a penetrar en la capilla privada de Juan Pablo II, donde yacía su cadáver antes de ser trasladado a la Sala Clementina, rodeado por su entorno polaco. Llorosas, las religiosas que lo han cuidado durante sus 26 años de papado –con sor Toviana a la cabeza–; casi inexpresivo, su fiel secretario, el arzobispo Stanislaw Dziwisz, junto al cardenal polaco-ucraniano, Marian Jaworski, viejo amigo del Pontífice, al sustituto de la Secretaría de Estado, el argentino Leonardo Sandri; al camarlengo, Martínez Somalo, y al encargado del ceremonial, arzobispo Pietro Marini.
Gracias a las pantallas de video gigantes instaladas en la Plaza San Pedro y en la Via de la Conciliazione, los fieles que acudieron al Vaticano a llorar por Karol Wojtyla pudieron contemplar en directo al gran comunicador definitivamente inmóvil, con el rostro desfigurado por el dolor y la cabeza, tocada con la mitra de obispo, ligeramente inclinada sobre el hombro derecho. Para entonces se había iniciado ya la polémica sobre el lugar donde el Papa reposaría definitivamente. Mientras la prensa italiana insistía en que se mantendría la tradición de enterrarlo en las Grutas Vaticanas, fuentes polacas daban por buena la hipótesis de un regreso del Papa a su país, para ser sepultado en el castillo de Wawel, donde reposan los reyes polacos. A la desesperada, de Polonia llegó otra alternativa: si Juan Pablo II debía reposar en Roma, que por lo menos fuera devuelto a la patria el corazón del Pontífice.
El vaticanista de Il Corriere della Sera, Luigi Accattoli, casi una fuente oficial de la Santa Sede, desmentía en un largo artículo todas estas hipótesis. El Papa no había manifestado ningún deseo concreto respecto de dónde ser enterrado. Por consiguiente se mantendría la tradición de alojar su cadáver donde reposan los de otros pontífices, en la cripta bajo la basílica de San Pedro. Sin embargo, y dado que ayer se desconocía aún el contenido del testamento de Wojtyla, ¿cuál era la fuente de tan solvente información? Il Corriere se limitaba a citar fuentes del entorno del Pontífice. Las mismas que le permitían rechazar también como una “invención piadosa” la información acerca de las últimas horas del Papa, según la cual, antes de expirar, pronunció la palabra “amén”, mientras apretaba la mano de monseñor Dziwisz. En realidad, el Papa estuvo inconsciente los últimos cien minutos de su larga agonía. Y cuando su corazón dejó de latir, fue su médico personal, Renato Buzzonetti, el que certificó la muerte, cuyas causas quedaron fríamente detalladas en un comunicado en el que se decía además que el Pontífice padecía una “hipertrofia prostática benigna”, enfermedad común en los hombres de su edad. A partir de esos datos, el sustituto Sandri comunicó la noticia a los fieles congregados en la Plaza San Pedro, mientras que la confirmación canónica del fallecimiento no fue realizada por el camarlengo Martínez Somalo, hasta la mañana del día siguiente.
El pragmatismo se ha impuesto hasta el punto de poner en peligro el cumplimiento de otra norma de la Universi Dominici Gregis, la que fija la celebración del funeral por el alma del Papa “entre el cuarto y el sexto día” tras su muerte. Ayer, antes de que los 65 cardenales que participaron en la primera Congregación General hicieran públicas sus decisiones sobre las exequias de Juan Pablo II, un oficial eclesiástico de la Santa Sede anunció que se estaba valorando la posibilidad de posponer esta ceremonia al sábado, “por problemas de agenda internacional”, con lo que la espera habría superado el plazo oficial. Los cardenales echaron por tierra esta hipótesis al confirmar la fecha del viernes para la celebración del multitudinario funeral y del entierro en las Grutas Vaticanas. Ni qué decir tiene que las cámaras de televisión pudieron filmarlos, mientras se dirigían a la sala Bolonia, dentro del Palacio Apostólico, para celebrar la primera reunión de la Congregación general. No es descabellado preguntarse si dentro de no mucho tiempo tendrán acceso también al cónclave.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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