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› INEDITA REVELACION EN EL TESTAMENTO DE
JUAN PABLO II QUE EL VATICANO DIVULGO AYER
El día que el Papa pensó en abdicar
Millones de fieles se preparaban para las exequias papales de hoy en medio de una capital italiana virtualmente militarizada. El Vaticano divulgó el testamento del Pontífice y permitió a un tardío contingente polaco despedir personalmente sus restos.
Por Enric González *
Desde Roma
En el torbellino de multitudes, vanidades, piedad y duelo que caracterizaba la víspera del funeral, el testamento de Juan Pablo II descargó unas cuantas confesiones inusualmente sinceras. El pasaje más trascendental fue aquel en que, al cumplir los 80 años, Karol Wojtyla barajaba la hipótesis de la dimisión: constituía una invitación diáfana a que su sucesor y la Iglesia Católica reflexionaran sobre el asunto. Pero el sello de la verdad aparecía en el último párrafo, una evocación sencilla de la infancia y la juventud dicha con la voz del hombre, no la del Papa. Del hombre y del Papa habían de quedar muchos misterios, porque una de las disposiciones testamentarias ordenaba que fueran quemados todos los apuntes personales.
El testamento de Karol Wojtyla carecía de la altura literaria del testamento escrito por Giovanni Battista Montini, Pablo VI, que citaba en varias ocasiones. No era en realidad un texto articulado, sino una serie de pasajes escritos en polaco entre 1979 y 2000, durante los ejercicios espirituales de marzo, abundantes en invocaciones marianas (con el célebre “Totus Tuus ego sum”, Soy todo Tuyo), que permitían seguir su paulatino alejamiento sentimental de Polonia (una patria muy presente al principio y casi ausente al final), su alegría por la caída del comunismo y el alejamiento del fantasma del holocausto nuclear, su cansancio personal y sus dudas.
Pero con toda su rusticidad estética, el testamento contiene, a diferencia del de Montini, momentos de carne y hueso. Como ese final que evocaba los machadianos “días azules y el sol de la infancia”: “A medida que se acerca el límite de mi vida terrenal retorno con la memoria al principio, a mis padres, al hermano y la hermana (que no llegué a conocer...)”. Ahí hablaba un anciano enfermo como cualquier otro, con la sinceridad que le ganó el afecto de millones de personas.
Antes de la conclusión emotiva del hombre tomaba la palabra el Papa y, dirigiéndose a los príncipes de la Iglesia, utilizaba un registro más ambiguo, el apropiado para abordar una cuestión tan delicada como la jubilación del Pontífice. “Según los designios de la Providencia me ha sido dado el vivir en el difícil siglo que camina hacia el pasado (escribía en marzo de 2000, año del Jubileo), y ahora, en el año en que la edad de mi vida alcanza los 80 años, ‘octogesima adveniens’ (un guiño al público docto que debía escucharle: era el título de la carta apostólica con que Pablo VI conmemoró el 80 aniversario de la encíclica ‘Rerum Novarum’), conviene preguntarse si no ha llegado el momento de repetir con el bíblico Simeón ‘Nunc dimittis’”. Simeón era un sacerdote judío al que, según el Evangelio de Lucas, Dios prometió que viviría hasta ver al Mesías. Cuando le llevaron al niño Jesús, Simeón dijo: “Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz”.
Podía parecer que Wojtyla estaba invocando con esta cita una muerte liberadora. Pero no. La frase crucial de Juan Pablo II venía a continuación. Recordaba el atentado de 1981, “en el que la Divina Providencia me salvó de la muerte de forma milagrosa”, y añadía, refiriéndose a Dios: “Espero que El me ayudará a conocer hasta cuándo debo continuar este servicio”. Wojtyla no pensaba en la muerte, fácilmente reconocible, sino en sus propias limitaciones físicas. Aunque Juan Pablo II no renunció, tampoco quiso eliminar ese pasaje de su testamento. Al contrario: quiso que se supiera que él, pese a tantas negativas de su entorno, había pensado también en que el papado no debía concluir siempre con un acta de defunción.
Otras reflexiones de Juan Pablo II fueron condenadas al fuego: “Que los apuntes personales sean quemados, pido que de esto se encargue DonStanislao”, el secretario de toda una vida, el hombre que probablemente redactó el grueso del testamento porque en 2000 el Papa era ya incapaz de escribir, por el Parkinson, y prefería dictar a la persona en quien depositaba una confianza absoluta.
Las palabras póstumas de Juan Pablo II fueron publicadas en una jornada paradójica. El cuerpo seguía insepulto en la capilla ardiente, homenajeado por los últimos peregrinos de una cola que llegó a ser gigantesca y por las autoridades que llegaban para un funeral de dimensión histórica. Pero Roma y el Vaticano no podían prestar gran atención al testamento espiritual de un Papa que marcó su época. Predominaban las urgencias, las medidas de seguridad, las minucias del protocolo y las necesidades terrenales de millones de peregrinos que requerían comida, cama y una pantalla de televisión para seguir hoy las ceremonias fúnebres.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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