EL MUNDO
› OPINION
Quién se queda con el mundo
› Por Claudio Uriarte
Por una vez, es posible parafrasear sin exageración al viejo Goethe y decir que “se ha hecho historia, y hemos tenido el privilegio de ser testigos de ella”. O recordar a Hegel y su exultante alusión a Napoleón: “Hoy he visto al Emperador a caballo, hoy he visto a la Razón a caballo”, sólo que lo que vendría a encarnar ahora la Razón –o quizá mejor el espíritu de los tiempos– está en un ataúd.
Cualquiera sea la versión que se prefiera, es claro que el Papa que yace ahora bajo la Basílica de San Pedro no es el mismo, en términos políticos duros, que el que comandaba desfallecientemente el Vaticano antes de que empezara su extraordinaria agonía, hace casi dos meses. Juan Pablo II era entonces una fuerza política agotada, pero la larga agonía televisada –que coincidió, casi milagrosamente, con los ritos penitenciales de la Semana Santa, como si el Karol Wojtyla que intentaba hablar y no podía, y sostenía sentado la cruz desde su departamento vaticano mientras sus feligreses desfilaban ante su ventana, se confundiera con el calvario de Cristo–, su muerte, su velatorio, el peregrinaje de los millones de fieles y su abrumador entierro ayer modifican esa condición. Como el Cid, Juan Pablo II sigue ganando batallas después de muerto.
Y esto no era para nada predecible, ni esperado. Desde al menos el final de la Guerra Fría, Juan Pablo II y su Vaticano estuvieron en una guerra cultural creciente con el capitalismo secular, destructor de valores, enaltecedor del materialismo y gran neutralizador de la esfera de la discriminación moral. Pero ahora, después de estos dos meses sin precedentes –cuyo efecto probablemente seguirá multiplicándose en los nueve días que faltan para el inicio del cónclave de cardenales, para ser seguidos por los 15 o 20 días de la elección de un nuevo Papa, su entronización, y la inevitable atención mundial que concitarán su biografía, su personalidad, los relatos de sus amigos, los testimonios sobre su humanidad y sus primeros actos–, puede decirse que estamos en medio de la operación de proselitismo espiritual y religiosa más gigantesca y abarcadora de la historia. Por semanas, cientos de miles de jóvenes seguramente indiferentes a las ordenanzas papales contra la anticoncepción peregrinaron a Roma y lloraron junto a católicos practicantes, no practicantes, seguidores de otros cultos, agnósticos y hasta ateos declarados. Fue como si la trascendencia histórico-universal del fin de este Papa, cuya vida abarcó –y en muchas ocasiones protagonizó– más de 26 tumultuosos años, se confundiera con un ansia de trascendencia y de lugar de pertenencia espirituales que aquel materialismo capitalista parece incapaz de dar, especialmente en una cultura globalizada que destruye toda noción de patria, identidad cultural o simplemente lugar propio. En este sentido, la casi incontenible afluencia de nativos de Polonia –el país del que provino el Papa, pero que ahora tiene como presidente al ex comunista y laico Alexsandr Kwasniewski– fue la línea que subrayó la tendencia.
En esta puja por lo que Hegel llamaría “el espíritu del mundo”, será interesante ver la evolución de las tensiones implícitas en la relación con esa paradoja que es el turbocapitalismo de derecha cristiana que encarna la administración Bush. Es una cuestión de ver quién se queda con el mercado de los desafectos. Por el momento, la Iglesia Católica parece haber recibido un inmenso impulso de viento histórico. Aunque todos los jóvenes de la Plaza San Pedro no necesariamente se muestren en misa este domingo, el hecho de que pudieran idolatrar a un hombre tan a contrapelo de su tiempo, de sus prácticas, culturas y estilos de vida sugiere la presencia de un rico espacio de elasticidad que puede convertirse en una de las canteras en las que puede trabajar el nuevo Papa. Y el disgusto casi universal con la política exterior estadounidense calza a la perfección con otra política exterior –la del Vaticano–, muchas de cuyas matrices son diametralmente opuestas a las de George W. Bush –aunque más no sea por el permanente litigio inmobiliario-espiritual que confronta en Jerusalén a las principales religiones monoteístas, que encuentran a la Santa Sede en contradicción siempre latente con Israel, el punto de referencia de Washington en Oriente Medio–. También será importante observar la relación futura entre el catolicismo y el Islam.
Algo nuevo parece haber aparecido en el mundo. Y como todo lo realmente nuevo, su despliegue será tan impredecible como apasionante.