EL MUNDO
› HABLA EL JUEZ JUAN GUZMAN, EL PRIMERO
QUE PROCESO A AUGUSTO PINOCHET EN CHILE
“En casa festejamos el golpe militar”
Cuando le dieron el manejo del caso Pinochet, la derecha y el ejército respiraron aliviados. Después de todo, el juez Juan Guzmán era uno “de ellos”. Pero Guzmán prefirió la Justicia y la ley a su clase social. En este reportaje cuenta las presiones que vivió.
Por Ernesto Ekaizer
“Te debes retirar del ‘caso Pinochet’ o vas a traicionar a tu clase social”, le advirtió un viejo amigo. Pero Juan Guzmán, magistrado de la Corte de Apelaciones de Santiago, no paró hasta procesar al general Sergio Arellano Stark; al mismísimo ex dictador, general Pinochet; al jefe de la policía política, Manuel Contreras, y a decenas de militares. Guzmán, a quien la derecha vio como el juez conservador que salvaría a Pinochet, lo convirtió en prisionero de la ley. Guzmán elaboró durante tres años sus memorias. Ahora, a sus 65 años, tras jubilarse, ha publicado En el borde del mundo. Memorias del juez que procesó a Pinochet. He aquí extractos del largo diálogo que el juez Guzmán mantuvo con este diario.
–¿Recuerda qué hacía usted el 11 de septiembre de 1973?
–Sí, claro. Acababa de regresar a Chile desde Francia, con mi mujer y mi hija, el día anterior, el 10 de septiembre. Intenté allí, sin éxito, conseguir trabajo. La mañana del 11, en la casa de mis padres, en Viña del Mar, mi madre nos despertó eufórica. El gobierno de Salvador Allende había sido derrocado. Celebré con mi familia el golpe de Estado militar. Antes de desayunar, recuerdo, bebimos champaña. Cuando supimos que el presidente Allende había muerto, tras el bombardeo del Palacio de la Moneda, la alegría tocó a su fin. Allende era amigo de mi padre, el poeta Juan Guzmán Cruchaga, desde los años ’40. Un tío mío, hermano de mi madre, estudió la carrera de medicina junto con Allende. No estábamos de acuerdo con su política, pero era una persona encantadora. Lo queríamos como ser humano y apreciábamos su carácter consecuente. Después del golpe del 11 de septiembre pensé durante cierto tiempo que retornaría la normalidad. Sé que cometí un error. Yo era un abogado de principios democráticos. Fue inconsecuente de mi parte haber apoyado el golpe del 11 de septiembre. Créame que me arrepiento profundamente...
–En julio de 1996 se presentan en España una denuncia y una querella contra Pinochet. En enero de 1998 lo nombran a usted en Chile para resolver sobre la primera querella contra Pinochet. ¿El ex dictador y sus abogados creyeron que con su nombramiento podían dormir tranquilos?
–La gente de derecha –los “duros” en el ejército y en la Corte Suprema— parecía estar muy tranquila y confiada en que si estos temas estaban en mis manos, no iba a pasar nada. Estudié los hechos. La dirigente comunista Gladys Marín, que presentó la querella, acusaba a Pinochet, y sólo a él, del secuestro y asesinato de la cúpula del Partido Comunista en 1976, en la que estaba su marido, Jorge Muñoz, en un domicilio de la calle de Conferencia de Santiago. Cuando admití, el 20 de enero de 1998, la querella de la dirigente comunista Gladys Marín por la desaparición de su esposo hubo un pequeño terremoto.
–¿Cómo razonó para admitir la querella?
–Al estudiar los hechos tuve que hacer una interpretación jurídica creativa. El decreto-ley que Pinochet había promulgado en 1978 amnistiaba los crímenes cometidos entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1978. Los verdugos de las personas torturadas y ejecutadas en ese período quedaban impunes. Problema: ¿cómo calificar hechos en los que los cuerpos de las víctimas seguían sin aparecer? Habían sido secuestradas, sí, pero no se había vuelto a saber de ellas.
–Pinochet había usado este método como una forma creativa en América latina basado en la Alemania nazi. Esto es, borrar la existencia misma de los crímenes...
–Sí, claro. En Chile, la figura era secuestro. Pero el delito seguía produciendo efectos después de 25 años. Porque era imposible probar que esas personas estaban muertas. Los desaparecidos eran víctimas de lo que, entonces, procedí a llamar un “secuestro permanente” aún vigente. Por tanto, no estaba cubierto por la Ley de Amnistía.
–El método de eliminación limpio, seguro y definitivo se volvió, según esta interpretación, en contra de Pinochet y sus colaboradores como un boomerang.
–Así fue. ¡Hay que aplicar el derecho creativamente!
–Ese año de 1998, 25 años después del 11 de septiembre de 1973, ¿recuerda usted el 16 de octubre?
–¡Cómo se le ocurre que puedo recordar tanto, ja, ja, ja! Sí, claro. Estaba yo en Copiapó, en el norte de Chile. Buscaba restos de personas detenidas-desaparecidas en el cementerio municipal. Avanzada la tarde, con mucho cansancio y con polvo hasta en las cejas, regresé al Cuartel de Investigaciones, donde me alojaba. Subimos al comedor con mis colaboradores para tomar algo. Y allí estaba la televisión anunciando la bomba: ¡Pinochet había sido detenido!
–¿Recibió presiones del ejército?
–En cierto momento, antes de procesar por vez primera a Pinochet, el viernes 1º de diciembre de 2000, el alto mando del ejército quería reunirse conmigo. El general Patricio Chacón, entonces jefe del Estado Mayor del ejército, cuando Ricardo Izurieta era comandante en jefe, me envió un mensaje a través de uno de los abogados de Pinochet, el jurídico militar Gustavo Collao. El general Izurieta, o el alto mando, quería reunirse conmigo. Pero no acepté.
–¿Y hubo presiones del gobierno de la Concertación democristiano-socialista?
–Una de las personas que lo intentaron fue el ex ministro Carlos Figueroa Serrano. Recuerdo también que tras dictar el primer auto de procesamiento de Pinochet me llamó Luis Horacio Rojas, jefe del gabinete del ministro de Justicia, José Antonio Gómez. Me dijo que anulara el auto de procesamiento. Fue, francamente, insolente. Era evidente que los compromisos adoptados durante la transición entre los partidos políticos y los militares estaban en peligro. Se le había asegurado al ejército con ocasión del plebiscito de 1988 que Pinochet sería intocable.
–¿El gobierno del presidente Lagos quería sólo una justicia simbólica?
–Desde luego. Los políticos de la Concertación podían aguantar todos los juicios del mundo menos uno: Pinochet.
–¿La salud mental de Pinochet se convirtió en la puerta falsa para salvarse? ¿Cómo estaba de verdad?
–Yo entendí desde el principio que Pinochet y sus abogados usaron la salud mental para salvarse en Londres. Luego pude comprobar que su salud mental era bastante normal. Al menos muy normal para los 84 años que tenía entonces. Hubo fingimiento. Yo siempre vi que hacía un esfuerzo por mostrar sus dificultades para moverse. Fíjese lo que pasó en su casa de La Dehesa, un barrio de Santiago. Llego y me atienden él y sus letrados. Pinochet hace un gran esfuerzo para ponerse de pie. Su abogado, Miguel Schweizer, ex ministro de Relaciones Exteriores en la época de la dictadura, le dice: “No, señor presidente, no se mueva, por favor”. El otro abogado, el coronel retirado Gustavo Collao, le insiste: “Mi general, quédese sentado”. Exageraban. Terminada la declaración, tuve que transcribir el texto. Pasamos al comedor. Había una puerta entornada. Y entonces veo a Pinochet en el cuarto de al lado caminar bastante rápido y con agilidad. Era una persona distinta a la que había pretendido, hacía pocos minutos, tener terribles dificultades.
–¿Cómo se comportó en los dos interrogatorios?
–Mi impresión al verlo por primera vez fue que estaba muy bien. Reaccionó con rapidez a las preguntas. Contestó sabiendo bien lo que hacía. Evadió todo lo que pudiera tener que ver con su eventual responsabilidad en los crímenes de la Caravana de la Muerte. Estuvo muy amable. En el segundo interrogatorio, en relación con la Operación Cóndor, se mostró menos simpático, pero exhibió una gran comprensión de las preguntas, y sus respuestas fueron muy precisas a la hora de escabullirse de todo aquello que pudiera implicarlo. Al preguntarle sobre su participación en los secuestros, las muertes y las torturas, me explicó que él sólo se ocupaba de los asuntos importantes del gobierno...
–¿Era capaz, pues, de seguir una línea de razonamiento y de dar, si cabía, instrucciones a sus abogados...?
–Sí, creo que sus abogados le dieron, a su vez, muchos consejos, pero Pinochet es un hombre muy orgulloso, por lo cual se resistía a fingir su presunta demencia. Yo creo que él les falló a sus abogados.
De El País de Madrid. Especial para Página/12.