EL MUNDO
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El ídolo caído
Por Claudio Uriarte
Es posible que, con el escándalo de las coimas gubernamentales, Brasil esté cediendo a su tendencia a la exageración y el melodrama: pese a todo el rasguido de vestiduras y pronósticos de catástrofe dentro y fuera del Palacio del Planalto, el real no cayó, los inversionistas no retiraron sus fondos y la popularidad del presidente Lula bajó sólo cuatro puntos desde marzo, para ubicarse en un aún muy confortable 56 por ciento. Peor imagen tiene su gobierno, pero sólo por un punto, y mucho peor el Congreso, al que un 42 por ciento considera sencillamente “pésimo”.
Esta lectura básicamente correcta que hacen los brasileños de sus representantes tiene la virtud adicional de poner las cosas en foco: Brasil, pese a que el rol de la presidencia es histórico y constitucionalmente fuerte, va camino de convertirse en una democracia parlamentaria de facto, donde el Partido de los Trabajadores de Lula, por disponer de sólo un 20 por ciento de las bancas del Congreso, requiere para gobernar de acuerdos con una variopinta colección de partidos y congresistas más o menos corruptos, y si el Congreso no sostiene al presidente, el presidente (o alguien muy cercano) debe caer. Eso, irónicamente, fue lo que pasó con la renuncia del ministro-jefe de Gabinete José Dirceu el jueves, porque Dirceu desempeñaba en el gobierno de Lula el papel que en una democracia parlamentaria se asigna a la figura del primer ministro. En este esquema, el presidente preside pero no gobierna, y el primer ministro gobierna pero también es el fusible que salta cuando las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo entran, por alguna razón, en cortocircuito.
Por cierto, la salida de Dirceu no obedeció a la presión del Parlamento, pero sí a la revelación de que el PT había “alquilado” los votos de una cantidad de congresistas para hacer pasar sus proyectos clave. Esta práctica no es nueva en Brasil, pero causó un particular estupor viniendo del partido que más consecuentemente había sostenido las banderas anticorrupción, desde la oposición y también desde el ejercicio de gobiernos estaduales y municipales. Pero el timing político del estallido del escándalo, la personalidad errática del acusado-acusador Roberto Jefferson y la bolsa de gatos que es su Partido Laborista sugieren también una maniobra de erosión del primer mandatario con miras a su afán reeleccionista en 2006. Algo de eso parece respirarse en el plenario que el PT está desarrollando en San Pablo, con la recuperación del espacio duscursivo del ala izquierda del partido, ahora en posición de exigir la salida de ministros que no le gustan –su blanco final es el de Economía, Antonio Palocci–. Pero, pese a los motivos desinteresados o meramente ideológicos de los integrantes de esta fracción, esta posible fractura del PT, y la hemorragia que se desataría de un dominó de ministros renunciados, favorece objetivamente a la derecha, infinitamente más llena de tránsfugas y de corruptos que todo lo que el dinero de Dirceu podría comprar. Es por eso que el escándalo huele a golpismo parlamentario encubierto.
De otro lado, la salida de Palocci, que la vieja guardia del PT vuelve a reclamar, sería un muy mal paso para Lula, que se quedaría sin el otro superministro que tenía aparte de Dirceu, y que podría –esta vez sí– verse acribillado por las dudas y las ansiedades de los mercados. Por eso, el presidente “cortó en su propia carne” aceptando el relevo de su ministro más cuestionado, aunque en el interior del PT se especulara que la salida de Dirceu levantaba el último dique de contención al “ala derecha” del gobierno, encarnada por el ministro de Economía (rara vez una posición popular). Sin embargo, y si la moneda no cayó, los inversionistas no se fueron y Lula sigue fuerte, la exageración y el melodrama tienen su propia dinámica, que pueden desatar efectos perversos bien reales. La división interna del PT es un primer signo de peligro.