Dom 10.07.2005

EL MUNDO  › OPINION

Canción de amor para Londres

Por Ariel Dorfman *

Fue en el verano de 1951 que me enamoré de Londres. Parte del encanto, sin duda, es lo que embrujaría a cualquier niño de nueve años en su primera visita a una ciudad europea, los momentos de tarjeta postal que seducen a todo viajero: los rojos buses de dos pisos y el cambio de guardias frente al Buckingham Palace y esa Torre tan sombría sobre el Támesis y los cisnes y los robles en parques impecablemente majestuosos. Pero tuve además una experiencia diferente, que sigue suavemente quemándome la memoria, alojándose en ella para darme algún consuelo en estos días de pesadumbre y rabia, en estos días en que la violencia se ha cernido sobre esa ciudad que me dio una bienvenida tan cálida.
No todo fue perfecto, por cierto, en esa metrópolis. A nadie le sorprenderá que la comida me disgustó en forma irrevocable. Para un muchacho argentino criado en los Estados Unidos, entusiasta de la leche más cremosa y los Corn Flakes y el ketchup en las hamburguesas infinitamente suculentas, aquellos desayunos y almuerzos y cenas de los británicos eran de veras repugnantes. Mis padres me habían explicado con paciencia que en este país había racionamiento, que los estragos de la reciente guerra podían aún divisarse por las calles, y cuando habíamos descendido al subte (el “Tube”), mi padre me había contado cómo, durante el blitz, los londinenses hallaban amparo en esas profundidades. De manera que yo debía portarme bien y no emitir ni un quejido. Pero los sabores que recordaba mi boca nada sabían de las secuelas que deja el terror, y los días del golpe chileno y el exilio y sus penurias estaban en un futuro remoto y todavía inimaginable, así que me dediqué a gruñir y rezongar ante cada maldita merienda. ¿Cómo esconder mi revulsión ante el hecho de que aquella salchicha que había mordido con tanto ánimo no era para nada un hot-dog sino más bien una mezcla asquerosa de aserrín y grasa?
Y sobrevino, sin embargo, una noche mágica en Hyde Park para asistir a la presentación al aire libre de Sueño de una noche de verano. ¡Shakespeare! No había visto nunca –ni menos leído– una obra suya, pero tenía claro que ese dramaturgo insigne era el forjador primario del idioma que yo había elegido como mío, la lengua en que ya planeaba, con toda modestia, escribir mis obras completas. Mi excitación se vio acrecentada por la solemne promesa de mi padre de que él me compraría algún dulce especial antes de que entráramos al espectáculo... Y henos ahí, frente al carrito de expendio de bebidas y golosinas, haciendo cola en forma sumamente británica, y ahí estaba el tesoro máxima, una barra de chocolate, más que divino para un niño que había preferido ayunar durante esos últimos días antes que masticar lo que los ingleses creían que merecía el nombre de alimento.
–Right-o –dijo el vendedor–. Ahora todo lo que necesito es tu tarjeta de racionamiento.
Sus palabras eran incomprensibles. De nuevo empujé en su dirección unas monedas que mi papá me había entregado y volví en insistir que quería comprar aquel chocolate. El hombre nuevamente se negó y tuvo que intervenir mi madre para explicarme que en este lado del Atlántico cada ciudadano de esta isla tenía derecho a una barra de chocolate al mes y que ese confite sólo podía ser adquirido por medio de cupones a los que nosotros no teníamos acceso. Antes de que yo pudiera articular mi estupefacción, antes de que tuviera tiempo de lanzar un largo e interminable lamento ante este desaire del destino, una mujer ya avanzada en años, que había estado esperando detrás de nosotros en la cola, ofreció adquirir aquella barra esquiva para mí con su propia tarjeta de racionamiento. Y fue muy insistente cuando mis padres rehusaron su ofrenda.
–Me da un inmenso placer –dijo– hacerle este obsequio a un niño americano. Después de todo lo que ustedes hicieron por nosotros durante la guerra.
Y aun cuando mis padres le revelaron que, pese a mi acento, yo era bonaerense, ella no se inmutó: –Me gustaría que se llevara un buen recuerdo de este país.
Y fue así que mi primer encuentro glorioso con Puck y Bottom, con Oberón y Titania, con aquellos cuatro amantes necios que se pierden en el bosque, fue endulzado por ese otro regalo más palpable y que celebraron con jolgorio mi lengua y mi garganta y mi estómago vacío. En la ciudad misma donde Shakespeare escribió las palabras, if we shadows have offended, think but this and all is mended, si como sombras los hemos ofendido, basta con pensar lo que sigue y todo será reparado, en la ciudad donde los oídos humanos habían escuchado originalmente esas palabras y se las habían llevado al corazón y luego al hogar, ahí estaba yo en la noche que se tornaba fría y estrellada, ahí estaba yo, calentándome tanto con ese chocolate bendito como con los versos bienaventurados de los actores entre los árboles.
Esta rememoración, entonces, es lo que ahora puedo ofrecerle a Londres en su momento de apremio y desolación. Esa vieja inglesa me dio algo más que una pequeña barra de chocolate mientras el sol se ponía sobre Hyde Park. Me estaba permitiendo vislumbrar cómo ella y su gente habían sobrevivido los años de terror, las bombas desde las alturas, las calles en ruinas, las sirenas nocturnas. Tal vez no haya yo comprendido inmediatamente su mensaje en ese instante, pero ahora, qué duda cabe, ella me está anunciando todos estos años más tarde, esa mujer que es imposible que esté viva hoy, ella me está asegurando desde su Londres devastado de tristeza y sangre, que cuando la muerte nos llama lo único que disponemos es de nuestros semejantes y sus actos de desnuda y deliberada solidaridad, lo único que tenemos es la certeza inagotable de la compasión.

* Escritor. El último libro de Ariel Dorfman es Memorias del Desierto.

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