Lun 25.07.2005

EL MUNDO  › OPINION

El fracaso de una intervención

› Por Juan Gabriel Tokatlian

La intervención militar desplegada desde 2004 en Haití tiende a convertirse en un fiasco. Los más recientes informes sobre este caso –Spoiling Security in Haiti del International Crisis Group, Keeping the Peace in Haiti? del Harvard Law Student Advocates for Human Rights y del Centro de Justicia Global de Brasil, y Securing Haiti’s Transition de Robert Muggash– apuntan en esa dirección: la misión de estabilización de Naciones Unidas en la isla ha fracasado en términos de pacificar el país, estabilizar la situación política y reconciliar la sociedad.
El origen de este estropicio, al menos en lo que respecta a la determinación de varios países latinoamericanos (entre ellos, la Argentina) que se han involucrado activamente en Minustah, es la ausencia de una razón estratégica justificada para involucrarse militarmente en Haití. Los errores fueron varios. Primero, es erróneo insistir que el despliegue latinoamericano en Haití fue el resultado concertado y autónomo de los países del área. La Argentina, Brasil y Chile se comprometieron inicialmente por motivos distintos y de forma desordenada. Los tres, por razones diferentes, se integraron a una “Coalition of the Willing” zonal instrumentada por Estados Unidos. Haití es, en el plano regional, lo que han sido otros esfuerzos de “coaliciones de voluntarios” como Irak y Afganistán. Washington determina el objetivo y luego invita y moviliza el consorcio de países participantes en una acción militar.
Segundo, nunca fue claro el objetivo político de la misión en Haití: ¿Avalar y sostener un cambio de régimen? ¿Imponer la ley y el orden en todo el territorio? ¿Reconstruir un “Estado fallido”? ¿Desarrollar una política limitada y temporal de desarme y desmovilización? ¿Avanzar en la configuración, de facto, de una suerte de neo-protectorado? ¿Llevar a cabo una tarea de reconstrucción institucional completa y prolongada? ¿Reducir los incentivos para que los haitianos no migraran masivamente hacia las costas de La Florida en un año electoral como fue 2004 en Estados Unidos? ¿Lograr un entrenamiento para eventuales tareas urbanas antidrogas o antiinsurgencia en los respectivos países? Las acciones militares sin metas políticas precisas alientan una mayor inestabilidad.
Tercero, resulta evidente que los problemas estructurales de Haití se fueron posponiendo en la medida en que la operación militar resultaba más ambigua y la racionalidad política para su despliegue más confusa. En el segundo semestre de 2004, los potenciales donantes de recursos aseguraron el desembolso de 1085 millones de dólares para hacer algo más viable la situación haitiana. Cuando la Argentina llegó al Consejo de Seguridad en enero de 2005, alentó un mayor compromiso material a favor de Haití. La reelección de Bush, el tsunami asiático, el atolladero de Estados Unidos en Irak, entre otros factores, significaron que el radar de atención mundial se fijara en otras prioridades y que los recursos más usados fueran los militares. Hoy Haití debe seguir viviendo con su penuria social y la miseria económica pues sólo una pequeña fracción de aquel aporte se ha hecho efectivo.
Cuarto, en un contexto de deterioro creciente –incremento de asesinatos políticos y de abusos a los derechos humanos, aumento de bandas criminales y grupos de narcotraficantes, mayor descontrol institucional y hostilidad frente al contingente de la ONU– se decidió apresurar el llamado a elecciones, sin que ello implique la superación del caos existente. El manejo ineficaz del proceso electoral y sus consecuencias puede conducir a un total colapso nacional. Los datos son preocupantes: de los aproximadamente 4.500.000 de posibles electores, hasta el momento sólo se han inscripto unos 200.000; la contienda electoral se lleva a cabo conactores fuertemente armados que responden a diversos grupos facinerosos; y no se ha avanzado en una mínima reconciliación entre sectores políticos. Este entorno puede contribuir a que el nuevo ensayo de democracia haitiana sea peor que los anteriores.
Y quinto, el comportamiento político y militar de los países de la región que participan en Minustah está cada vez más condicionado por factores que están fuera de su control. La violencia en Haití hizo que Naciones Unidas aprobara un incremento de efectivos en el país: ahora se pasará de 6700 a 7500 soldados y de 1622 a 1897 policías. Sin embargo, algunos observadores han indicado que esa nueva cifra aún no será suficiente. Además, esta semana el embajador de Estados Unidos en Haití, James Foley, ha dicho que el nivel de violencia política contra civiles en la isla equivale “a la definición de terrorismo”. Esto suma una complejidad adicional por cuanto hace imposible tener una evaluación militar más realista sobre lo que realmente sucede en Haití y subordina el análisis político-diplomático de los países latinoamericanos a argumentos ideológicos: si alguien piensa dejar la misión o le desea colocar un límite razonable aparecerá como un desertor en la guerra contra el terrorismo.
La ansiedad de “hacer algo” por Haití condujo a varios países de Latinoamérica a emprender una intervención diplomática y militarmente mal concebida en su origen; pobremente implementada en ejecución y carente de propósitos políticos rigurosos y mensurables. No sabemos cómo salir de Haití porque nunca supimos para qué entramos.

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