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› ABU MUSAB AL ZARQAWI, LIDER DE AL QAIDA EN IRAK
Cómo crear un terrorista
El referéndum constitucional iraquí del próximo sábado se celebra en gran parte bajo la sombra de Abu Musab al Zarqawi, jefe local de Al Qaida. EE.UU. no lo inventó, pero lo lanzó al estrellato.
Por Loretta Napoleoni *
La semana pasada, fuerzas estadounidenses en Irak escogieron el primer día de Ramadán, el mes musulmán de ayuno, para lanzar una nueva ofensiva a lo largo de la frontera siria contra Abu Musab al Zarqawi, el hombre al que culpan por la mayor parte de violencia que destruye el país. Pero, como en ocasiones pasadas, todo lo que lograron fue reforzar su mito.
Nadie había oído nombrar a Zarqawi hasta que Colin Powell, en aquel entonces secretario de Estado, lo nombró en el discurso de febrero de 2003 al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que preparó al mundo para la guerra en Irak. En ese momento el jordano no era reconocido como un líder por Al Qaida. Pero, gracias a su inexorable promoción al papel de cuco por Estados Unidos –el más reciente por el presidente George Bush la semana pasada– y el subsecuente respaldo de Osama bin Laden, Zarqawi, de 38 años, es ahora tan peligroso como se lo describió siempre.
Nacido como Ahmed Fadel al Khalayleh en Zarqa, una ciudad industrial pobre de Jordania rodeada de campos de refugiados palestinos, Zarqawi creció en un miserable vecindario de trabajadores, donde los valores tradicionales y tribales se mezclaban negativamente con el consumismo occidental y la rápida modernización. De origen beduino, era terco, díscolo y rebelde. A los 16 años dejó la escuela y se convirtió en un matón callejero. Arrestado por abuso sexual, tomó contacto con radicales religiosos en la cárcel y fue reclutado por los mujaidines en Afganistán luego de su liberación. Llegó demasiado tarde para pelear contra los soviéticos, pero se hizo amigo de Abu Muhammad al Maqdisi en Peshawar. Según Fouad Hussein, un periodista jordano que los conoció a ambos, Zarqawi absorbió de Maqdisi la naturaleza irreconciliable y destructiva del salafismo radical, que rehuye de las realidades socioeconómicas y políticas tanto occidentales como árabes. En 1993 ambos volvieron a Zarqa y comenzaron a forjar una célula jihadista para derrocar al gobierno jordano, que pronto los encarceló por cinco años.
Estando en prisión, las cualidades de liderazgo de Zarqawi se volvieron evidentes. Ni las torturas ni el confinamiento solitario lo quebraron; al contrario. “Era un verdadero líder, un príncipe, como sus compañeros lo llamaban –dice Sami al Majaali, antiguo director de la prisión en Jordania–. Siempre tuvimos cuidado al acercarnos a él. Era nuestra preocupación principal; si cooperaba, los otros harían lo mismo.” Luego de su liberación, Zarqawi terminó otra vez en Afganistán. En 2000, en Kandahar, finalmente conoció a Bin Laden, quien lo invitó a él y a sus seguidores a unirse a Al Qaida. Pero el jordano declinó la oferta. Su preocupación se concentraba en los regímenes árabes corruptos y, específicamente, en su Jordania nativa, no en el lejano enemigo estadounidense.
Quienes conocen a Zarqawi dicen que esto condice con su personalidad. “Nunca siguió a otros –admite un miembro de su grupo–. Nunca lo escuché alabar a nadie aparte del Profeta.” Con el respaldo del régimen talibán, Zarqawi instaló un pequeño campo en Herat, cerca de la frontera iraní, para entrenar atacantes suicidas para ataques en sus países natales. Las relaciones allí forjadas le permitieron a él y a sus seguidores escapar después de la caída de los talibanes al Kurdistán iraquí, donde llamaron la atención de los servicios secretos kurdos. A la zaga de los ataques del 11 de septiembre de 2001, los kurdos alertaron a Estados Unidos de los vínculos de Zarqawi con grupos jihadistas en su territorio. Las autoridades estadounidenses no reconocieron su nombre y se pusieron en contacto con sus contrapartes jordanas para obtener más información.
Desde ese momento, la lista de crímenes de Zarqawi se multiplicó. Fue acusado de ser el cerebro de un golpe fallido durante las celebraciones del milenio en Jordania, y de los asesinatos de Yitzhak Snir, un ciudadano israelí, y Laurence Foley, un diplomático estadounidense. Pero el anuncio de Powell del 5 de febrero de 2003 –“Irak alberga actualmente una red terrorista mortal, liderada por Abu Musab al Zarqawi, un asociado de Osamabin Laden y sus lugartenientes de Al Qaida”– lo elevaron a otro plano. Luego de fallar en probar que Irak tenía armas de destrucción masiva, la administración estadounidense estaba elaborando su argumento para la guerra contra las conexiones con el terrorismo de Saddam Hussein, con Zarqawi como la conexión con Al Qaida.
Casi de la noche a la mañana, el jordano pasó de ser un desconocido en el mundo del terrorismo internacional a estar implicado en cada ataque terrorista importante. Pero mientras los políticos, la inteligencia y los medios de comunicación estaban ocupados forjando el mito, él se estaba preparando para pelear en Irak. Según uno de sus combatientes, se abstuvo de involucrarse en la guerra oficial, sabiendo que no podía competir con los B-52s, misiles y otras armas de alta tecnología estadounidenses. En cambio esperó hasta agosto de 2003, cuando la insurgencia chiíta estaba en plena marcha y los iraquíes vieron a las fuerzas de la coalición como poderes ocupantes.
Su primer paso fue la bomba que destruyó las oficinas de las Naciones Unidas en Bagdad y mató a su más alto representante en Irak. Otra bomba mató al Gran Ayatollah Mohammad Bakr al Hakim, líder del Consejo Supremo para la Revolución Islámica en Irak, uno de los aliados de Estados Unidos. Finalmente, Zarqawi mismo decapitó frente a las cámaras a un contratista norteamericano que había sido secuestrado, Nicholas Berg. Pero, contrariamente a lo que había dicho Powell, Zarqawi era desconocido en Irak: era sólo un extranjero liderando un pequeño grupo de combatientes árabes. A causa de su falta de autoridad religiosa, no podía convocar a la población sunnita en Irak. Su liderazgo necesitaba legitimación, y eso sólo podía ser provisto por Al Qaida. Desde agosto de 2003, Zarqawi repetidamente buscó la aprobación y el reconocimiento por Bin Laden.
Su convergencia explica por qué el jordano quería abrir una grieta entre las insurgencias sunnitas y chiítas. Zarqawi temía una resistencia nacionalista unida, que sería necesariamente secular y rehuiría a los jihadistas árabes. Mantener a los combatientes islámicos en el frente de la batalla antinorteamericana era de capital importancia para construir un estado islámico sunnita en Irak. Por ello, desde el comienzo, Zarqawi peleó en dos frentes: contra los chiítas y contra los norteamericanos.
Y Occidente lo ayudó a obtener el apoyo que tanto ansiaba, por vía de culparlo por cada ataque dentro o fuera de Irak, especialmente misiones suicidas y la resistencia en Faluja. En diciembre de 2004 Bin Laden finalmente le brindó su apoyo y lo nombró “emir” de Al Qaida en Irak. Eso le ha permitido al jordano atraerse suficientes seguidores y recursos para combatir a las fuerzas estadounidenses mientras continúan los ataques suicidas contra chiítas que han puesto a Irak al borde de la guerra civil. Abu Musab al Zarqawi está ahora en el centro de la insurgencia iraquí, pero no estaría allí de no ser por la administración estadounidense y Al Qaida. Es una coincidencia surrealista.
* Autora de Irak insurgente: Al Zarqawi y la Nueva Generación (Insurgent Iraq: al-Zarqawi and the New Generation, publicado por Constable & Robinson).
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Virginia Scardamaglia.
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