EL MUNDO
› GITTA SERENY, HISTORIADORA DEL HOLOCAUSTO Y EL NAZISMO
Mirar al mal y sostenerle la mirada
A los 82 años, es una experta en la peor de las crueldades. Escribió la vida de dos terribles criminales de guerra nazis y es una especialista en cómo el Reich persiguió a los niños. Lúcida y odiada por los neonazis, explica cómo se baja a ciertas profundidades y se vuelve para contarlo.
Por Jacinto Antón*
A los 11 años, Gitta Sereny, nacida en Viena en 1923, fue a un acto de Hitler. Quedó fascinada. Después entendió la voluntad diabólica que había atrás del carisma. Pasó la guerra en Francia, ayudando a esconder aviadores aliados, escapando por los pelos de la Gestapo y cuidando chicos, tarea que siguió para la flamante ONU después de 1945. Como periodista asistió a varias sesiones del juicio de Nuremberg y a lo largo de los años entró en el oscuro pantano de las conciencias de algunos jerarcas nazis. Tuvo largas sesiones en una celda con Franz Stangl, capitán de las SS y comandante del campo de exterminio de Treblinka, donde fueron asesinadas alrededor de un millón de personas, y trabó una relación de 12 años con Albert Speer, el arquitecto, ministro de armamento y favorito de Hitler, para arrancarle la verdad sobre su conocimiento del exterminio de los judíos. Sólo por esas inmersiones en las oscuras almas de Stangl y Speer –que originaron dos libros absolutamente indispensables, Into That Darkness, An Examination of Conscience (1974) y la monumental biografía Albert Speer, su lucha con la verdad (Javier Vergara Editor, 1996), Sereny ya merece pasar a la historia.
En sus investigaciones –que incluyen un estudio estremecedor de la niña asesina Mary Bell, a la que dedicó la polémica Cries Unheard (1998)–, Sereny entrevistó y conoció a cientos de personajes relacionados con el nazismo, de sobrevivientes de los campos hasta verdugos de las SS. Entre ellos, Leni Riefensthal, Kurt Waldheim o Simon Wiesenthal. También le ganó una pulseada al revisionista David Irving y contribuyó a esclarecer la falsedad de los supuestos diarios de Hitler. De todo ello habla en su reciente libro El trauma alemán (Península), mezcla caleidoscópica de autobiografía, reflexión, entrevistas y testimonios de alemanes involucrados de alguna manera en el nazismo y sus consecuencias.
–Ayer visité la exposición sobre el Holocausto en el Imperial War Museum y me encontré con una foto de Stangl, colgada frente a un video que mostraba sin cesar las pilas de cadáveres. Parecía que lo habían condenado a penar viendo los muertos.
–No creo que le hubiera importado, ¿sabe? Era duro de corazón. Estaba convencido de lo que hacía. Su trabajo en Treblinka lo hacía feliz. Fue nombrado “Mejor comandante de campo en Polonia” y se sentía orgulloso. Y vio cosas peores al natural que todo lo que se pueda enseñar en el museo. La descripción que me hizo durante nuestras conversaciones en 1971 de Treblinka y de Sobibor: el olor, los miles de cuerpos pudriéndose, las parrillas donde se los hacía arder... En Sobibor, los pozos construidos para arrojar los cadáveres, me explicó, se habían desbordado; habían echado tantos que los líquidos de la putrefacción los impulsaban hacia arriba y rodaban fuera. Sinceramente, no creo que le molestara.
–¿Llegó Stangl a mostrar alguna señal de culpa?
–De alguna manera, se sintió culpable al darse cuenta de que otras personas lo consideraban así. Pero creo que él mismo, interiormente, no cambió. Otros nazis con los que hablé sí lo hicieron, cambiaron realmente bajo la influencia del descubrimiento de lo que los demás, la humanidad, pensaba de ellos. Entendieron la maldad de lo que habían hecho. Hay un significativo episodio de Stangl cuando estaba en Brasil –Stangl escapó tras la guerra vía Roma, gracias no a la legendaria Odessa, como decía Wiesenthal, sino al obispo Aloïs Hudal, rector de Santa María del Anima; primero, a Siria, y luego, a Sudamérica. Conducía junto a una de sus hijas y el tráfico se atascó a causa de un coche que se había detenido. Stangl, al pasar ante el vehículo, exclamó furioso: “¡Se olvidaron de vos en Treblinka!” Imagínese. Y su hija pensó entonces: “Oh, Dios mío, es exactamente el mismo”. La corrupción moral es algo realmente muy extraño, no hay vuelta atrás. Una vez corrompido no puedes regresar a la inocencia y la bondad. No vi a nadie regresar de esa corrupción, excepto, en alguna medida, a Speer. Pero, claro, hay una enorme distancia entre un hombre como Speer y Stangl. Speer nunca vio lo que vio Stangl. Para mí fue algo excepcional acceder a Stangl, alguien tan centralmente involucrado en el exterminio, un kommandant de campo de la muerte, y del peor, Treblinka.
–Dice que fue el peor, no Auschwitz.
–Auschwitz, pese a su nombre emblemático, no fue primordialmente un campo de exterminio; era en gran parte campo de concentración y en realidad hubo muchos supervivientes. Treblinka, como los otros campos de la operación que se dio en llamar Aktion Reinhard –en honor de Heydrich–, Sobibor, Belsec y Chelmno, eran espacios dedicados única y exclusivamente al exterminio: todos los que llegaban eran inmediatamente asesinados. Stangl decía que en Treblinka se procesaban, se mataban, 5000 personas en tres horas. No había necesidad de vivienda ni alimentos. El gestionaba muy eficientemente y, aunque luego trató de culpar al sistema, obviamente disfrutaba. Quiso desesperadamente estar ahí, aunque sabía que lo que se estaba haciendo era malvado. Recibía los transportes en el andén del campo, que se había camuflado como una falsa estación romántica de tren con sus ventanillas, sus flores, sus letreros y hasta su reloj –que no funcionaba–, vestido con un traje de equitación blanco y con una fusta en la mano. Veía descender a los pasajeros, esa multitud, sabiendo que todos, absolutamente todos estarían muertos en tres horas. ¿Cómo podía mirar a la gente que iba a morir? ¿Cómo podía a lo mejor tocar tiernamente la cabeza de un niño sabiendo que en unos minutos moriría inexorablemente? Eso es la total corrupción. Es fascinante ver cómo alguien se transforma en malvado.
–Dejó de considerarlos humanos.
–Para él eran carga que se conducía a latigazos y los muertos, carne podrida. Me explicó que años después en Brasil vio un vagón con ganado, observó las miradas de las reses y tuvo la misma sensación que en Treblinka. Y dejó de comer carne.
–Entre aquel horror hay un caso que usted dice que ilustra perfectamente la catadura moral de Stangl. Una historia tan dolorosa...
–Stangl me citó como un ejemplo de su calidad humana la relación que sostuvo con un ayudante judío, un kapo, Blau, con el que solía conversar. Un día, éste le dijo que su padre anciano había llegado en uno de los transportes. “Un hombre de 80 años, Blau, es imposible...”, empezó displicentemente Stangl. Pero lo que Blau, muy consciente de dónde estaba, quería es que se le diera una muerte más digna y rápida a su padre que en las abarrotadas cámaras de gas, y que le permitieran que lo llevara antes a la cocina y le diese algo de comer. Stangl se lo concedió. Mataron al anciano de un tiro en la nuca, en el Lazarett, el falso hospital. Blau fue luego a agradecer al comandante su autorización y éste le dijo: “Bueno, Blau, no hace falta, pero por supuesto si quieres agradecérmelo, puedes”. Blau, claro, aunque Stangl no me lo contó, fue eliminado más adelante, como todos. Estuve a punto de hacer callar a Stangl mientras me explicaba esa historia, que me parece representativa del grado de corrupción moral a que había llegado. El no comprendía la monstruosidad de lo que contaba. Después de oírlo tuve que escapar y sentarme dos horas en un bar sintiendo un malestar como no había experimentado nunca.
–Estar con un hombre como Stangl durante 70 horas... Uno sufre por su cordura y su alma.
–Bueno, un gentil obispo que en una visita al Vaticano mientras escribía sobre Stangl me advirtió: “Si uno se expone al mal, éste puede invadirlo; vaya con cuidado, hija mía”. Y me trazó el signo de la cruz en la frente.
–Usted ha dicho que Stangl y Speer eran muy diferentes.
–Sí, pero tenían algo en común: los dos querían que supiera lo que habían hecho. Stangl, de una manera primitiva; Speer, de una extraordinariamente sofisticada. Eran orgullosos. En algunas preguntas pasaban por encima muy deprisa, ansiosos de ir al centro de todo aquello.
–¿Speer era un mentiroso compulsivo?
–No lo creo. Su caso iba mucho más allá. Pudo desarrollar un gran horror hacia su culpa. En el III Reich hubo, moralmente, muchos Stangl, pero el caso de Speer, ese hombre de gran talento e inteligencia, fue único.
–¿Amaba a Hitler?
–Sí, lo amaba. Pero no es que estuviera enamorado. No era nada sexual, aunque sí con un componente erótico. Hitler era un ideal. Y ¿sabe? Hitler también amaba a Speer.
–Lo sedujo malvadamente.
–Eran dos personas que se necesitaban mutuamente, y por razones muy humanas. Speer sufrió mucho la relación con su padre y proyectó en Hitler un padre ideal. Y Hitler, por supuesto, nunca tuvo hijos.
–¿Fue algo bueno, en Hitler, la relación con Speer?
–¿En Hitler? ¿Bromea? Hitler lo corrompía todo. Pero disfrutaban riendo y bromeando juntos. A veces Hitler decía en broma en respuesta al “Heil, mein Führer” de Speer, “Heil, Speer”, algo que nunca hizo con nadie.
–En su libro sobre Speer, y de nuevo en El trauma alemán, explica la anécdota de la chaqueta.
–Sí, una historia muy interesante. Cuando Speer era sólo un joven arquitecto del equipo que trabajaba para Hitler, éste, de visita en las obras de la Cancillería, lo invitó a comer. Como Speer se había manchado la chaqueta, Hitler lo llevó a su habitación y le prestó una de las suyas. A la hora de comer todos los jerarcas nazis comentaron con asombro y envidia el que ese joven don nadie luciera las insignias personales de Hitler y se sentara a su diestra. Speer, con 27 años, cayó rendido ante ese gesto.
–Al final de la guerra, se rompió el encantamiento.
–Hay ese momento de ruptura en el que Speer se hace consciente, dice, de la fealdad de Hitler, como si lo viera por primera vez. Lo que es curioso porque Hitler no era en realidad feo. Es algo simbólico que alude a una fealdad moral.
–¿Era culpable Speer?
–Lo condenaron a 20 años en Nuremberg. Si a lo que se refiere es a si sabía lo del programa de exterminio, ése fue el tema central de nuestro encuentro. Nunca sabremos exactamente cuánto sabía de eso. El no tuvo un contacto directo con los asesinatos como Stangl, pero sabía cosas, indudablemente. Supo del programa de eutanasia nazi. Sabía que los trenes iban al Este, que se hacía trabajar a la gente hasta morir, que pasaban cosas terribles con los judíos. De haber confesado que sabía todo eso en Nuremberg lo habrían ahorcado. Pero nunca estuve segura, en cambio, de que supiera de la existencia de los campos de exterminio. Sea como fuere, era culpable de conocimiento. También lo era Kurt Waldheim. El problema con un conocimiento como ése es qué haces con él. Y el hecho es que muy poca gente asume que ese paso es la acción. Porque la acción, en un caso como el que nos ocupa, en el III Reich, es increíblemente peligrosa, significa jugarse la vida, no sólo la de uno mismo sino la de toda su familia. Pese a su amistad, Hitler no hubiera dudado en eliminar a Speer; Hitler era unidireccional en su pensamiento. Hablando con esa gente que supo lo que sucedía en Alemania siempre me he preguntado qué hubiera hecho yo en esas circunstancias, y en la mayor parte de las ocasiones he de confesar que creo que no hubiera hecho nada.
–Usted vio a Hitler.
–Sí, dos veces. La primera en 1934, cuando era muy pequeña. El tren en que viajaba a Londres, donde estaba interna en un colegio, desde mi casa en Viena, se averió en Nuremberg y me llevaron a ver con otros niños al gran congreso del partido nazi. Me impresionó mucho. Esos millares de personas, todos actuando al unísono, amando juntos a ese hombre en la altura, esa pequeña figura lejana... No decía nada repulsivo. Hablaba de amor a la patria. Sólo después fui consciente de lo que significaba Hitler y entonces me avergoncé de aquella emoción. Verá, yo ni siquiera sabía qué era el antisemitismo, aunque Viena estaba llena de judíos. La segunda vez que vi a Hitler fue tras el Anschluss, la invasión de Austria, en el balcón del hotel Imperial.
–Al día siguiente se enfrentó a un grupo de SS que obligaban a un puñado de judíos a limpiar la calle con cepillos de dientes.
–Uno de esos judíos era nuestro médico y me había salvado la vida de niña. Me indignó que lo trataran así. Debí avergonzar a los camisas pardas y a la gente que veía el espectáculo, porque todos se marcharon. El médico fue gaseado en 1943 en Sobibor.
–Usted deplora el escaso conocimiento del nazismo que tiene la gente.
–La mayoría sabe muy poco o tiene un conocimiento muy distorsionado. Por ejemplo, se suele considerar el único crimen de los nazis el asesinato de los judíos. Fue el crimen peor, sin duda, pero los nazis cometieron otros, y no hablar de ellos impide que mucha gente se sienta aludida directamente, personalmente, por el horror del III Reich. Recuerdo, por ejemplo, una charla que les di a unos adolescentes en Hamburgo. Quedaron anonadados al saber que en su propia ciudad los nazis mataron, gaseándolos, a cerca de 30.000 niños alemanes minusválidos en su programa de eutanasia. La juventud alemana tiene ahora una actitud más intelectual que emocional hacia el nazismo. Se libró en buena parte de la ira, el dolor y la culpa de sus mayores. Creo que, en general, los jóvenes alemanes son menos racistas que los de los otros países de Europa.
–En sus entrevistas suele empezar por la infancia de los personajes, buscando en ella algo que explique su carácter. ¿Hay algo en su propia infancia que haya propiciado su interés por el mal?
–Me preguntan sobre eso una y otra vez. No, la verdad es que no sé cómo empezó ese interés. Tuve una infancia muy tranquila y muy feliz. Adoro mi infancia en Viena, fue absolutamente ideal. No puedo recordar que hubiera nada maligno en ella. Lo que me interesa, en todo caso, no es el mal en sí mismo, sino investigar lo que hace que los seres humanos nos hundamos tan a menudo en la violencia y la amoralidad. Todos; usted, yo, todos absolutamente, tenemos una fuerza moral en nuestro interior, algo que nos marca claramente la línea divisoria entre el bien y el mal y nos da la capacidad de tomar decisiones. Esa es la esencia de la persona. Y es vulnerable. Por qué el instinto de bondad se pervierte, de qué forma la gente se corrompe, cómo se pueden producir grietas morales tan catastróficas como la de Stangl, ése es mi principal interés. Quiero saber por qué las cosas malas ocurren. Ese interés nunca ha cesado. La gente me decía: “Cuando tengas hijos, cuando seas vieja, cambiarás, ya sólo te interesará tu familia, tu vida”. Pero no, mi vida está, no dedicada pero sí especialmente orientada a conocer más de las circunstancias, las acciones y las emociones humanas, de la elusiva naturaleza del mal, y no puedo parar en esa búsqueda de conocimiento.
–El tema de los niños, de la infancia herida, es muy importante en su vida. En El trauma alemán dedica un capítulo a los niños robados, esos niños que los nazis arrebataron a sus padres y entregaron a familias alemanas para arianizarlos.
–Esa es una de las cosas que no puedo olvidar. En su mayoría eran de familias polacas, familias humildes y no muy educadas. Los nazis los seleccionaban por su aspecto y se los llevaban para germanizarlos. Parte de mi trabajo en la Administración de Naciones Unidas para la Ayuda y la Reconstrucción tras la guerra consistió en localizarlos y devolverlos a sus casas. Y eso era un trauma para ellos: les sacábamos de aquellos confortables hogares alemanes, donde sin duda eran muy queridos, para enviarlos a un lugar que no recordaban, con padres biológicos a los que no reconocían...
–¿Qué cree que es lo más intrigante de Hitler?
–No sabemos qué tenía contra los judíos, el porqué de esa obsesión que lo llevó al exterminio. Mucha gente ha intentado buscar la respuesta a esa cuestión, rastreando incluso algún trauma personal. Se ha dicho que su madre murió tras ser tratada por un médico judío, por ejemplo. Pero la verdad es que no sabemos la razón del odio de Hitler. Si hubo algo concreto, no lo han encontrado; Hitler no lo confió a nadie.
–Dice usted que estamos al final de la caza de nazis.
–Se acabó. No por la edad de los criminales, sino por la de los testigos. No se los puede llevar ya a un tribunal, la memoria les falla, sufren espantosamente y su esfuerzo, además de doloroso, resulta inútil. Desgraciadamente ya no son fiables.
–¿Todavía quedan muchos peces gordos libres?
–Algunos.
–¿Martin Bormann? Usted parece sugerirlo en algún momento en sus libros.
–Probablemente ha muerto, y de la manera descrita oficialmente.
* De El País Semanal. Especial para Página/12.