EL MUNDO
› OPINION
El final del pinochetismo
› Por Claudio Uriarte
Estas elecciones chilenas, desmerecidas en gran parte como infinitamente predecibles a partir de la enorme ventaja que mantiene en las encuestas la candidata oficialista (y socialista) Michelle Bachelet, son importantes precisamente por eso: porque Chile ha terminado de normalizarse, y porque el fantasma de Pinochet, y las realidades de su Constitución-cerrojo, sus senadores militares designados y sus amenazas de sublevaciones militares han terminado de desvanecerse. A ese país le conviene una buena dosis de aburrimiento (después de más de 30 años de masacre seguida de sobresaltos). El aburrimiento, después de todo, es el precio antirromántico que tiene la estabilidad para afincarse (Suecia, por caso, no es un país apasionante). Esto no es para ignorar la enorme deuda social que Bachelet tiene por delante para afrontar (ver suplemento Cash, pág. 7) ni el gran significado simbólico del hecho de que una mujer divorciada, atea y socialista esté al borde de asumir la presidencia en un país tradicionalmente católico, conservador y machista como Chile. Pero incluso estos factores se han desvanecido relativamente en la campaña: tanto la oficialista como el opositor conservador Sebastián Piñera han propuesto remedios para la deuda social (es decir: la han admitido), y cuando la derecha intentó emplear la cuestión de género en su favor, el tiro le salió por la culata.
¿Consolidaría un triunfo de Bachelet el giro a la izquierda que Washington teme –y que también es verídico– en América latina? No del todo, primero porque Bachelet representa la continuidad respecto de un presidente saliente también socialista –Ricardo Lagos–, y luego porque Chile, con todas sus desigualdades y deudas sociales, sigue siendo el alumno modelo –quizás el único que queda– del llamado Consenso de Washington en la región. Han logrado llegar al punto de haber cumplido con todos los requisitos planteados por el statu quo internacional, y sólo necesitar correcciones (aunque éstas sean de importancia mayor). No se hundieron como la Argentina en un modelo que había sobrepasado largamente su etapa de vida útil como la convertibilidad, ni naufragaron en el descrédito de la corrupción (pese a las transfugadas de Augusto Pinochet con el Banco Riggs y otros) que también caracterizó a la Argentina. Poco a poco, gracias al efecto de erosión causado primero por el arresto de Pinochet en Londres por orden de un juez español (lo que desmintió el mito de su invulnerabilidad) y luego por las presiones de la sociedad civil (partidos políticos, organizaciones de derechos humanos, Poder Judicial, medios de prensa, etc.), el ex dictador pudo ser procesado, el ejército fue gradualmente relevado de su rol participativo y deliberante en la política chilena, y los “cerrojos” constitucionales impuestos por el pinochetismo fueron destrabados. En realidad, si hay algo que marque el carácter histórico de estas elecciones, es que el nombre de Pinochet prácticamente no fue mencionado (y no a causa de “cerrojo” alguno) en los debates que las precedieron.
Irónicamente, el ex dictador paga el precio de la sociedad que parcialmente ayudó a construir, con férreo disciplinamiento social y estricta ortodoxia económica. Ahora esa sociedad, ya crecida y madura, termina de liberarse de sus anacrónicas ataduras y camisas de fuerza, y empieza a pensar en una redistribución de la riqueza largamente postergada. Los escasos pinochetistas merecen hoy más que nunca el calificativo de “momios” que se otorgaba a la derecha bajo el gobierno socialista de Salvador Allende: muertos políticos.