El cardenal brasileño Paulo Evaristo Arns será condecorado hoy por la Argentina con la Orden del Libertador José de San Martín. Es en reconocimiento a su protección de los perseguidos de la dictadura, que contrasta fuertemente con la actitud de la Iglesia argentina.
› Por Darío Pignotti
Desde Río de Janeiro
“En plena dictadura el cardenal Paulo Evaristo Arns recibió una carta de (Raúl) Primatesta muy molesto por las denuncias divulgadas en el Arzobispado de San Pablo sobre violaciones a los derechos humanos en la Argentina.” La velada advertencia, recuerda la periodista Jan Rocha, ocurrió cuando la curia paulista se había convertido en refugio de miles de argentinos perseguidos por la dictadura: “Muchos de ellos nos contaban que encontraron en don Paulo la acogida que habían pedido y no recibieron de la Iglesia de su propio país”.
La perorata del cardenal cordobés, avalada por el Episcopado argentino, que lo acusaba de injerencia en asuntos internos, no amedrentó a Paulo Evaristo Arns. Cuenta Leonardo Boff que Arns pudo haber evitado un entredicho pero quiso dejar constancia de sus divergencias con el colaboracionismo argentino y redactó una carta de respuesta “en la que decía (no textualmente) que la dignidad no tiene fronteras, el ser humano es hijo de Dios y debe ser respetado en cualquier lugar del mundo”, recuerda Boff.
Arns, de 84 años, será condecorado hoy como parte de los recordatorios de los 30 años del golpe por el embajador Juan Pablo Lohlé, que viajará hasta San Pablo para entregarle la Orden del Libertador José de San Martín, una de las más altas concedidas por la Cancillería. “Es importante ese reconocimiento por lo que hizo don Paulo y para que comience a haber registro histórico de que Brasil fue paso obligado y país donde recibió apoyo gran parte de los perseguidos argentinos”, apunta Jan Rocha, por aquellos años corresponsal del diario The Guardian y la BBC y una de las fundadoras de Clamor, organismo de derechos humanos creado con el aval de Arns para socorrer a los perseguidos procedentes de la Argentina, Uruguay, Chile y Bolivia.
Con base en la documentación obtenida por miembros de Clamor, que visitaron a menudo Buenos Aires, fue elaborado el primer archivo sistematizado sobre desaparición de personas en la Argentina, un documento “con más de 7000 nombres” que Arns entregó en mano a Juan Pablo II en 1983 en Roma. El Vaticano nunca tomó cartas en el asunto pero la diócesis de San Pablo comenzó a ser objeto de sutiles hostigamientos por su defensa de la Teología de la Liberación, que incluyó un virtual careo del actual papa Benedicto XVI, por entonces prefecto de la doctrina de la Fe Joseph Ratzinger, contra Leonardo Boff, un ex alumno y discípulo de Arns.
La solidaridad con los argentinos llegados a San Pablo iba desde el apoyo material a los contactos con la agencia de las ONU para los refugiados, Acnur, a través de la cual obtenían asilo legal. En ese caso el paso siguiente era la deportación hacia Europa o México, los dos destinos más habituales. Pero muchos preferían permanecer en Brasil, lo que implicaba para muchos hacerlo en condición de clandestinos, algo que suponía riesgos legales para el propio Arzobispado. “En más de una ocasión debimos dar socorro a personas clandestinas y hasta actuar de forma clandestina”, dice Jan Rocha citando a un matrimonio de rosarinos que durante un año vivió encerrado en un cuarto oculto montado especialmente en un apartamento paulista. “Fue un caso comparable al de Ana Frank”, la muchacha judía que sobrevivió de esa manera a la persecución nazi en Alemania.
Arns advirtió tempranamente, antes de que fuera confirmada con documentos en los años ‘90 la existencia de la red Cóndor, que los servicios de inteligencia actuaban coordinadamente, y que para hacerle frente la resistencia debía valerse de un tramado de solidaridad e informacionesregionales. Los contactos con otras organizaciones, con las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo fueron fluidos y comenzaron a rendir frutos.
Bajo el paraguas del Arzobispado los activistas de Arns realizaron operaciones temerarias, especialmente para identificar y hasta rescatar a hijos de desaparecidos.
En Buenos Aires, el 26 de septiembre de 1976, un grupo de tareas asesinó a los uruguayos Mario Cáceres y Victoria Grisonas y secuestró a sus dos hijos, Anaole y Vicky, que tiempo más tarde aparecieron en Chile. Gracias a la red de contrainformaciones montada en San Pablo fue localizado el paradero de los niños y luego de una arriesgada misión en Chile se logró impedir su adopción legal. Los niños fueron restituidos a sus familiares en 1979 y poco después el caso ganó repercusión mundial cuando su abuela los presentó ante la prensa en una conferencia organizada en la curia paulista.
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