Vie 09.06.2006

EL MUNDO  › OPINION

Muerto el perro sigue la rabia en el califato de la Mesopotamia

Por Robert Fisk *

Sí, otra “misión cumplida”. El hombre inmortalizado por los estadounidenses como el terrorista más peligroso desde el último terrorista más peligroso, fue matado por los estadounidenses. Un chico jordano de acá a la vuelta, que ni siquiera podía cargar una ametralladora, fue aniquilado por la Fuerza Aérea de Estados Unidos, y a los señores Bush y Blair les parece adecuado hacer alarde de la muerte de Abu Musab al Zarqawi, un matón jordano leal a Al Qaida. Hasta esto han defendido nuestros líderes. Y qué corta es nuestra memoria.

Porque es tan corta nuestra capacidad de prestar atención –y por supuesto, los señores Bush y Blair confían en esto– que ya hemos olvidado que el único interés en Al Zarqawi de nuestros líderes, antes de la ilegal invasión anglo-estadounidense a Irak en 2003, era propagar la mentira de que Osama bin Laden estaba confabulado con Saddam Hussein.

Porque Al Zarqawi conoció a Bin Laden en 2002 y luego se fue a vivir a un escuálido valle en el norte de Irak –dentro de Kurdistán pero bien lejos del control tanto de los kurdos como de Saddam–, los señores Bush y Blair inventaron la fábula que esto “probaba” el vínculo esencial entre la Bestia de Bagdad y los crímenes internacionales de lesa humanidad del 11 de septiembre de 2001. La fecha en la que se proclamó esta alianza ficticia –ya que es mucho más importante, política e históricamente, que la fecha de la muerte de Al Zarqawi– fue el 5 de febrero de 2003. El lugar de la mentira era el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y el hombre que la pronunció fue el secretario de Estado, Colin Powell. Qué respiro de alivio deben haber dado en Washington cuando se enteraron de que Al Zarqawi estaba muerto y no capturado. Podría haber dicho la verdad.

Ayer, en la inevitable carga de una falsa promesa proferida, de que el baño de sangre en Irak está dando dividendos, nosotros debíamos creer que la muerte de Al Zarqawi era una victoria famosa. La prensa estadounidense sacó a relucir su frase favorita: “cerebro terrorista”. Nadie, supongo, podrá reclamar los 25 millones de dólares de recompensa por su cabeza, salvo que haya sido traicionado por sus propios guardaespaldas encapuchados. Pero el ejército estadounidense, manchado por la sangre de Haditha, recibió una palmada en la espalda del comandante en jefe. Habían conseguido a su hombre, el instigador de la guerra civil, la llama del odio sectario, el decapitador que supuestamente asesinó a Nicholas Berg.

Quizá fuera todas estas cosas. O quizá no. Pero no acercará el fin de la guerra, no por la inevitable retórica islamista sobre los “miles de Al Zarqawi” que tomarán su lugar, sino porque los individuos no controlan más –si alguna vez lo hicieron– el infierno de Irak. La muerte de Bin Laden no dañaría a Al Qaida porque el daño ya está hecho, como un científico nuclear construye una bomba atómica. La muerte de Al Zarqawi no va a cambiar en nada la carnicería de la Mesopotamia. Solamente los asesinos de Al Qaida lo escuchaban, no los ex oficiales del ejército iraquí que son los verdaderos protagonistas de la insurgencia iraquí.

Los señores Bush y Blair tuvieron la astucia de admitir eso ayer cuando advirtieron que la insurgencia continuaría. Pero esto plantea otra pregunta. ¿La eventual partida de Bush y Blair brindará una oportunidad para terminar este desastre infernal? ¿O los resultados de su locura cobraron vida propia, imparable con cualquier cambio político en Washington o Londres? Ya nos hemos olvidado la forma en que el mismo ejército estadounidense que se acredita la muerte de Al Zarqawi probó apenas unas pocas semanas atrás que era torpe e incompetente. La Bestia de Ramadi –o Faluja o Baba o donde sea– había producido un video en el que disparaba una ametralladora mientras prometía la victoria de Alá. Días más tarde, los estadounidenses encontraron la versión sin editar, en la que se veía a Al Zarqawi pidiendo ayuda a sus camaradas, después de que una bala se había atascado en la recámara. En la cárcel en Jordania, allá en los días en que era más un mafioso que un guerrero de Dios, Al Zarqawi envolvía su cama con frazadas, como cortinas que lo ocultaban de sus compañeros de celda. De esa cueva emergía para golpear a los demás reclusos. Posesivo con su mujer, la dejó con tan poco dinero que ella tuvo que salir a trabajar en su nativa Zarqa. Cuando su madre murió, Al Zarqawi no envió condolencias. Como Bin Laden –el hombre al que estimaba y del que estaba muy celoso– sufrió esa transformación esencial de todos los hombres violentos: de lo personal a lo inmaterial, de la inseguridad de la vida a la seguridad de la muerte. El video de Al Zarqawi fue un acto de extrema vanidad que puede haber conducido a su muerte y pudo haberlo hecho, inconscientemente, para que fuera su último mensaje.

Que los servicios de inteligencia del rey Abdulá de Jordania –descendiente del monarca al que Winston Churchill puso en el trono Hashemita– pudieran localizar la “casa segura” de Al Zarqawi en Baba es una ironía de la historia. El hombre que creía en los califatos había atacado al reino –matando a 60 inocentes en tres hoteles– y el viejo mundo colonial había devuelto el ataque. El enojo del rey abrazará a un duque o dos. O a un ex prófugo. Es probable que, en el fondo, Al Zarqawi no fuera más que eso.


* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.

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