EL MUNDO › OPINION
› Por Daniel Goldman *
Mis padres, sobrevivientes de la Shoá, me acunaban cantándome una dulce canción de posguerra, en idioma idish, lengua en la que me crié, que decía algo así como “¿qué lugar me queda en el mundo, quién me puede responder?”. Es esa melodía la que reverbera en mis oídos: para ellos casi el único reducto que quedaba “en el mundo” era un Israel por construir.
A ese recuerdo se suma el dilema que de modo reaccionario nos proponían algunos, en la infancia de la noble escuela pública a la cual asistía: ¿si se produce un conflicto entre Argentina e Israel, a quién defendés? ¡Con cuánto dolor uno debía conjeturar caminos para que ni en la imaginación esa diferencia se produjera! Hoy, alejados de esa inocencia infantil, hay atisbos que vuelven a surgir, como resabios de la misma disyuntiva malintencionada que se planteaba en la década del ’60.
Es difícil comprender el lazo místico que el judío tiene con la tierra de Israel, porque Israel representa para el pueblo judío un elemento indisoluble en su identidad, irreductible a esos tontos debates de dobles lealtades de la época de Tacuara, que como gritos de nacionalismo barato se asemejan más a adhesiones a equipos de fútbol que a la vida misma.
La compleja ciudadanía del mundo, tal vez llamada multiculturalidad, nos hizo ser un poco de todo, y un poco de todos. A cada uno de nosotros nos toca vivir este presente de enmarañada realidad que muchos tratan de reducir a términos maniqueos. Es el presente el que nos coloca en nuestra propia historia.
Mi pasado en este presente me encuentra en un lugar de liderazgo religioso, en donde el compromiso constante con la paz y la esperanza a veces suena idílico y otras debe traducirse en prudencia.
Toda guerra deja muertos en algunas regiones, heridos en los vínculos humanos de otras latitudes y en el orden semántico produce una vulgarización de las palabras. Entre ellas “holocausto”, término que por su dimensión no puede ni debe ser utilizado livianamente en cualquier contexto.
Con personas que merecen mi respeto y admiración, entre ellos algunos militantes de derechos humanos, religiosos, periodistas y hombres de la cosa pública, pretendo conversar de todo esto personalmente, convencido de que el devenir del tiempo va a permitir reflexionar y encontrar otras categorías del discurso. Pero respecto de otros, entre los que se cuentan supuestos humanistas y líderes religiosos, lamento haber visto cómo supieron pasar el límite de su expresión vociferando de la manera más vergonzante el antisemitismo y el terror que tenían bien guardados. Humildemente considero que la bajeza no merece respuestas ni polémicas. De esa ignominia resulta difícil retornar.
Apelando al viejo adagio judío “lo que puede el tiempo no lo puede ni siquiera el pensamiento”, y aunque tengamos visiones divergentes, espero que con los hombres de fe de todos los credos con los que interactuamos, podamos en su momento remontar el diálogo interreligioso, un tanto silenciado por la coyuntura, para que este mundo pueda comprender el profundo significado de la esperanza del hombre.
* Rabino.
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