EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Supongamos que Estados Unidos quiere bombardear Irán. Que el presidente Bush pidió un plan a principios del año pasado, con “todas las opciones”, sin descartar, ni mucho menos, la de tirar una bomba atómica sobre la central nuclear iraní de Natanz.
Supongamos que los jefes del Ejército, Fuerza Aérea y la Marina de Guerra se asustaron al imaginar las consecuencias y le pidieron al presidente a fines de abril que descartara la “opción nuclear”, cosa que Bush terminó haciendo a regañadientes.
Suena un poco exagerado. Pero lo cuenta Seymour Hersh, el periodista de investigación que reveló la matanza que cambió el curso de la guerra de Vietnam. Y lo hace en el New Yorker, la publicación más rigurosa del mundo en el chequeo de fuentes.
Parece que la cosa viene en serio. “Tiene que haber consecuencias y no podemos permitir que Irán desarrolle armas nucleares,” dijo Bush anteayer en una convención de veteranos de guerra. Su discurso fue parte de una puesta en escena para las elecciones legislativas de noviembre, que quiere ganar mostrándose como el paladín de la guerra contra el terrorismo.
Hersh tuvo suerte. Encontró un buen número de militares dispuestos a hablar del plan para atacar a Irán. La razón es sencilla: muchos creen que Bush y sus asesores más cercanos menosprecian lo que puede hacer el Pentágono.
Así lo explica el mayor Sam Gardiner, analista militar de la Escuela Nacional de Guerra: “Desde que asumió, en 2001, (el secretario de Defensa Donald) Rumsfeld viene batallando con la cúpula de comandantes por sus planes de reforma militar y su convicción de que en el futuro las guerras se disputarán, y se ganarán, con poder aéreo y Comandos Especiales (dependen directamente de la Casa Blanca). Al principio la combinación funcionó en Afganistán, pero después se empantanaron y vino lo de Irak, y ahora los militares están molestos. Pero los políticos aman a los muchachos de Comandos Especiales (“Special Op guys”), a los tipos que andan en camellos”.
Además de Rumsfeld y el vicepresidente Dick Cheney, dos halcones de la primera hora, entre los más entusiastas con la idea de atacar a Irán estarían los miembros del Consejo Nacional de Seguridad, incluyendo el cada día más influyente Elliot Abrams, un viejo conocido de la Argentina desde sus tiempos de secretario adjunto para América latina en tiempos de Reagan y Bush padre.
Pero no va a ser fácil. El primer problema es justificar el ataque. Simplemente no existe inteligencia sobre la supuesta bomba atómica que estaría fabricando el régimen de Teherán. “Tenemos que encontrar algo”, dice un consultor del Pentágono. La idea de atacar para “democratizar” el mundo ya no convence a la opinión pública norteamericana.
Otro problema que ven los militares es la seguridad en Irak. Creen que un ataque a Irán dividiría a la comunidad chiíta, que sostiene el gobierno de Bagdad, dejando expuestos a los militares y especialmente a los miles de contratistas civiles norteamericanos que hacen negocios allí. El contraargumento de los halcones, que aparece citado en el artículo de Hersh, no carece de lógica: “Sí, nos van a atacar, pero ya nos están atacando.” O sea: peor de lo que estamos en Irak, no podemos estar.
Ante la imposibilidad política de destinar tropas a otra invasión, Rumsfeld y Cheney ya encontraron una respuesta, asegura una fuente con acceso al gobierno y al Pentágono: “La lección que se llevaron de Irak es que tendrían que haber mandado más tropas al teatro de operaciones. Como eso no se puede hacer en Irán, la guerra aérea tendrá que ser de una fuerza avasallante”.
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