La demorada repuesta del Estado ante un conflicto que amenazaba con estallar desnudó la debilidad de la estrategia gubernamental, que había preferido pactar espacios de poder con los mineros privados antes que delinear una política minera nacionalista coherente.
› Por Pablo Stefanoni
Desde La Paz
Ayer fue un día de entierro de los muertos, justificaciones oficiales y llamados a la paz en la localidad minera de Huanuni. Pero las repercusiones políticas de la destitución del ministro de Minería se abrieron paso en medio de la resaca de dos días de enfrentamientos que tuvieron todos los condimentos de una guerra: al menos siete de las 16 muertes fueron provocadas por heridas de bala. Los familiares de las víctimas amenazaban con no sepultar a los fallecidos si el gobierno no garantizaba ayuda para las viudas y los huérfanos. En Bolivia cada ataúd es un poderoso estandarte para agitar ánimos y buscar culpables.
Bolivia fue otra vez la vieja Bolivia minera pero de la peor manera imaginable. Con obreros matándose con ex obreros por algunos pedazos del “mineral del diablo”, cuerpos destrozados por los explosivos y un pueblo hecho trizas por los “neumáticos-bomba”, fabricados con una mezcla de cartuchos de dinamita y anfo (un químico tanto o más destructivo), que al rodar sin rumbo se llevaron por delante varias viviendas. Después de permanecer en silencio, el presidente Evo Morales apareció el viernes en televisión para destituir al ministro de Minería, el cooperativista Walter Villarroel, y tomar juramento a su reemplazante, José Guillermo Dalence, ex dirigente sindical minero hasta 1986 y luego miembro de una ONG cruceña de izquierda. Una decisión que, al tiempo de desactivar la tensión, anunciaba la ruptura de la alianza entre el gobierno y el sector de los cooperativistas mineros. Morales acusó a Villarroel de actuar corporativamente.
Y este dato no es menor en términos políticos: según un estudio del Programa de Investigaciones Estratégicas de Bolivia (PIEB) citado por La Razón, las cooperativas agrupan a 63.000 trabajadores que representan al 82 por ciento de los mineros de Bolivia. Conscientes de esa fuerza, estos mineros por cuenta propia la utilizaron para negociar con anteriores gobiernos apoyo a cambio de pedazos del rico subsuelo andino. El acuerdo de mayor envergadura fue con la administración de Carlos Mesa (2003-2005) a cambio del viceministerio de Minas y la prefectura (gobernación) de Oruro, cuando todavía era nombrada por el presidente. En ese período ocuparon las minas Caracoles y Colquiri, expulsando a los trabajadores estatales de la Corporación Minera de Bolivia (Comibol). Pero ahora, ante el asalto de la mina de Huanuni, los mineros asalariados compensaron con armamento su desventaja numérica.
La pelea en el cerro Posokoni no es por poca cosa. Se calcula que posee reservas de 948.000 toneladas de estaño, valuadas en 4000 millones de dólares. Según datos del Instituto Nacional de Estadística, la tonelada métrica de este mineral pasó de 4890 dólares en 2003 a 7385 dólares en 2005 y la mina de Huanuni produce entre 500 y 600 toneladas al mes que van mayoritariamente a China.
El costo político de los hechos del jueves y viernes para el gobierno socialista es difícil de calcular, pero no será poco en un país donde la calidad de los gobiernos se relaciona directamente con el número de muertos. Esta vez no fue la represión estatal la causante, pero son varias las voces que critican la lentitud oficial y su poca capacidad preventiva cuando el enfrentamiento parecía cantado. Al mismo tiempo, la crisis de Huanuni pone de relieve la fragilidad de la lógica corporativa con la que se armó el gabinete de ministros. Ante un conflicto que enfrentaba con violencia a dos bandos mineros desde hace años, Morales eligió como ministro del área al dirigente de uno de esos sectores, en virtud de un acuerdo electoral, lo que agravó las cosas e impidió concertar un plan estratégico para la minería.
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