EL MUNDO › OPINION
› Por Fabián Calle
No suele ser común que los liberals (lo que vendría a ser la centroizquierda) de EE.UU. tengan opiniones convergentes con generales de una, dos, tres y cuatro estrellas. Menos aún, tal como ha ocurrido en los últimos meses, que se sumen a este coro crítico referentes de los neoconservadores (o sea los halcones o “idealistas con botas” de política exterior del Partido Republicano) tales como R. Perle, W. Kristol y E. Cohen. Paradójicamente leyendo un libro del año 2001 de este último académico y titulado Comando Supremo, se puede entender en parte el curso asumido por la administración Bush en general y Rumsfeld en particular en el campo de la defensa, las relaciones cívico-militares y la guerra y la paz. En ese libro, el entonces asesor del Pentágono destacaba la necesidad de fuertes y activos liderazgos civiles sobre las FF.AA. y de desconfiar de la inercia y del statu quo presente en el pensamiento de los militares estadounidenses. La hipótesis del libro, usando ejemplos históricos, era algo así como “las guerras las ganan presidentes y los secretarios de Defensa capaces de saber asumir la iniciativa, tomar riesgos y que saben decirle que no a las FF.AA. en ciertas situaciones críticas”. Esta receta tendría como una de sus primeras víctimas al brillante jefe del ejército de EE.UU., el general Shinseki. El mismo, durante los reuniones de planificación sobre la futura guerra en Irak (estamos hablando del 2002 y comienzos del 2003), destacó que frente a esa “guerra por elección” cabría asumir algunos de estos cursos de acción: 1) no ir a la guerra y en su lugar profundizar el aislamiento y erosión del poder del régimen iraquí, tal como se venía haciendo desde los ’90; 2) proceder a una ocupación masiva con 500 a 350 mil efectivos, de tal forma de asegurar un fuerte control territorial sobre lo que se preveía (tal como lo fue) una rápida derrota del las fuerzas convencionales de Irak. Lo central y más difícil era “ganar la paz” posterior a las operaciones bélicas convencionales.
Los relatos históricos destacan que esta visión fue duramente cuestionada y refutada tanto por Rumsfeld como su entonces segundo, el intelectual neoconservador Paul Wolfowitz, el cual ya en la guerra de 1991 se había mostrado favorable a una invasión de Irak y en su lugar el “poder político” decidió confiar en la “revolución tecnológica” y un reducido contingente militar de 150 mil efectivos. En otras palabras, la calidad sobre la cantidad; habían llegado para quedarse “las guerras del futuro”. Las serias faltas de evaluación sobre el escenario de posguerra darían más la razón al retirado, por decisión de Rumsfeld, el general Shinseki y a la abrumadora mayoría de los principales académicos realistas especialistas en política internacional y seguridad de EE.UU. (K. Waltz, J. Mearsheimer, R. Jervis, S. Van Evera, S. Walt) con la tradicional excepción (como durante la guerra de Vietnam de H. Kissinger). En término del teniente coronel Nagl, estrella ascendente de la estrategia militar estadounidense, la guerra de Irak se fue transformando en una guerra asimétrica y de guerrillas y como toda guerra de este tipo se transforma en “tomar la sopa con un cuchillo, o sea algo difícil y sucio”. La nota del The New York Times del año 2005, reflejando opiniones fuertemente críticas hacia Rumsfeld y su manejo de la guerra de Irak, de media docena de generales de primer nivel, y que en diversos casos venían de conducir las unidades de elite del ejército de EE.UU. en Irak, fueron un paso más en esta escalada que ha derivado un año después en la renuncia del que fuera el secretario de Defensa más joven (entre 1975-77) y en pleno “síndrome de Vietnam” y el más anciano (2001-2006) y en la maduración del “síndrome de Irak”.
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