EL MUNDO › OPINION
› Por Pilar Calveiro, Carlos Castresana, Rita Laura Segato,
Margarita Serje y Eduardo Subirats *
El Congreso y el Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica acaban de aprobar una ley, la Military Commissions Act of 2006, que justifica y propicia la práctica de la tortura, mediante la autorización de interrogatorios coercitivos y la imposición de dolor físico y mental como procedimiento pretendidamente legal. Lo ha hecho en nombre de una Guerra global contra el terrorismo, cuya expresa indefinición jurídica permite comprender entre sus objetivos estratégicos y tácticos tanto a verdaderos criminales como a grupos o personas que se enfrentan a ocupaciones militares o gobiernos tiránicos –a las que el derecho internacional garantiza el estatuto de combatientes–, organizaciones y movimientos de defensa civil o de resistencia, y a simples ciudadanos.
Esta legalización de la tortura corona una serie de escándalos globales que han puesto de manifiesto su uso por parte de agentes y militares de esa misma guerra global, sobre quienes ellos discrecionalmente dispongan, principalmente en prisiones secretas y campos militares de detención.
La tortura es un medio violento destinado a destruir la integridad moral y física del ser humano, y anular su voluntad. Tanto los llamados métodos científicos de interrogación coercitiva, como las técnicas de agresión eléctrica, química, física y psíquica definen uno y el mismo sistema de violación, degradación y sujeción de la persona. Sólo los gobiernos despóticos, corruptos o belicistas han hecho uso de esas prácticas deshumanizadoras. Sólo los sistemas totalitarios les han dado carta de legitimidad. Las comunidades democráticas, la conciencia moral y religiosa de los pueblos, el más elemental humanismo no han dejado de oponerse a sus ultrajes y a su crueldad.
La aplicación de la tortura se extiende deliberadamente a grupos sociales amplios, comprendiendo las familias, los círculos sociales o las comunidades religiosas que puedan disponer de información directa o indirecta sobre cualquier forma de resistencia política, sea o no violenta. Pero la tortura no sólo es una práctica cruel, sino que construye además todo un sistema de terror y coerción sociales. Su último objetivo es humillar y deshumanizar a las comunidades en las que se aplica, destruir sus vínculos de solidaridad, vaciar su confianza en sí mismas y liquidar su voluntad colectiva. Es la expresión siniestra de un poder ilimitado sobre los lugares más íntimos del cuerpo y sobre naciones enteras, en un mundo en el que cada día hay más injusticia y desigualdad; y más desesperación.
La práctica militarmente organizada de la tortura, los abusos sexuales y de todo tipo contra hombres y mujeres, los encarcelamientos clandestinos y las desapariciones forzadas no son una noticia nueva en la historia del Tercer Mundo, y de América latina en particular. Ha sido más bien una constante histórica de la dominación colonial, neocolonial y neoliberal.
Pero su justificación por parte de las autoridades norteamericanas tiene consecuencias globales más graves todavía. Muchos gobiernos se han servido de la tortura, pero no podían legitimarla, ni pretendían defender y difundir la libertad con esta clase de métodos. Hoy, la propaganda a favor de la tortura en nombre de la llamada Guerra contra el terrorismo ofrece a estos gobiernos una siniestra coartada para su uso pasado, presente y futuro. Legalizada o no, la tortura es una práctica aberrante condenada por principios elementales de humanidad.
En los últimos años hemos asistido al recorte, la instrumentalización y neutralización de estos mismos derechos, hasta el extremo de hacerlos irreconocibles. El derecho a la integridad física y moral de la persona, a la defensa jurídica de su inocencia frente a poderes corporativos y estatales, y a la resistencia contra constantes violaciones del territorio, del ecosistema y de la propia vida humana ha sido una y otra vez violado. La propaganda de guerra y la legitimación de la tortura coronan este proceso regresivo de una humanidad amenazada.
Apelamos el respeto sagrado a la dignidad humana, a su integridad física y espiritual, y a su soberanía moral. Exigimos el rechazo de la tortura como una práctica inhumana, contraria a toda forma civilizada de convivencia, y opuesta a toda verdadera restauración de una dañada comunidad pacífica de los pueblos: en nombre de los Derechos humanos.
* Los siguientes intelectuales apoyan este manifiesto:
Gabriel García Márquez, Adolfo Pérez Esquivel, José Saramago, Juan Goytisolo, Carlos Monsiváis, Javier Acevedo, Mariclaire Acosta Urquidi, Xavier Albó, Rafael Barrios M., Marisa Belausteguigoitia, Alberto Binder, Sonis Britto, Amilton Bueno de Carvalho, Gustavo Cabrera, Sandra Carvalho, Carlos Correa, Benjamín Cuellar, Enrique del Val, Ariel Dorfman, Tomás Eloy Martínez, Diamela Eltit, Lúcio Flávio Pinto, Eduardo Galeano, Roberto Garreton, Rafael Gumucio, Noé Jitrik, Horst Kurnitzky, Julio Maier, Hna. Elsie Monge, Alejandro Moreano, Alvaro Mutis, Daniel R. Pastor, Ignacio Padilla, Jorge Eduardo Pan, Mireya del Pino, Nery Rodenas, Pablo Rojas, Pilar Royg, Emir Sader, Vicente Quirarte, Judith Salgado, Minerva Margarita Villarreal, Francisco Soberón, Juan Oberto Sotomayor, Adriana Valdés, Luisa Valenzuela, Susana Villaran, Luis Villoro, José Woldenberg, David Toscana, Eduardo Antonio Parra, Verónica Volkov, Xavier Velasco, José Emilio Pacheco.
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