Con un discurso aggiornado, la extrema derecha gana terreno entre los electores franceses. Si bien la sociedad rechaza sus principales ideas, la popularidad del líder ultraderechista crece en la medida en que la derecha tradicional lo imita y, por lo tanto, lo legitima.
› Por Eduardo Febbro
Desde París
Primero, debajo de las camperas de cuero, aparecieron camisas vistosas. Luego vino la época en que desaparecieron las camperas de cuero y se empezaron a ver hombres de saco y corbata. En una década, la extrema derecha cambió su estilo de indumentaria e hizo un poco más pulcro su lenguaje. A pesar de unos cuantos escándalos verbales y otros enredos truculentos, esa estrategia de lifting político, que se extendió a otros campos, rindió sus frutos. El partido Frente Nacional, dirigido por el inextinguible Jean-Marie Le Pen, se incrustó en el paisaje político francés a tal punto que, según una encuesta publicada esta semana por el vespertino Le Monde, una cuarta parte de los franceses confiesa hoy que está de acuerdo con las ideas del Frente Nacional.
Cada dos años, un nuevo estudio de opinión viene a confirmar el arraigo y la expansión de las ideas de la extrema derecha en la sociedad francesa. El punto culminante de ese perpetuo ascenso, ya casi trivial a fuerza de repetirse, fue la elección presidencial de 2002. El líder del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen, desplazó al candidato socialista, el ex primer ministro Lionel Jospin, y disputó la segunda vuelta contra el actual presidente Jacques Chirac. Derecha clásica contra extrema derecha. El esquema era nuevo y provocó un escándalo, una profusa campaña de repudio contra las ideas de extrema derecha y una suerte de unión nacional para impedir la elección de Le Pen. Hubo muchos electores que votaron tapándose la nariz y el candidato del Frente Nacional fue aplastado por Jacques Chirac. Cinco anos más tarde, los niveles de adhesión han crecido. El documento publicado por Le Monde –elaborado por las encuestadoras Sofres-TNS– resalta la inexorable progresión de la extrema derecha en el seno de una sociedad donde se forjaron las ideas más elevadas sobre la democracia. Los porcentajes son drásticos: 26% de los franceses están de acuerdo con las ideas de Jean-Marie Le Pen y sólo uno de cada tres franceses, 34%, juzga que las posiciones adoptadas por Le Pen son inaceptables, mientras que 47% considera que son excesivas.
El discurso extremista pesa tanto más porque Le Pen y sus seguidores del Frente Nacional dejan en la sombra los aspectos más condenables de su ideología, especialmente el tratamiento racista de los inmigrados o la famosa preferencia nacional. Prueba de ello es la última campaña de afiches del FN. Hace unos años, los afiches decían: “tres millones de desempleados son tres millones de inmigrados que sobran”. Ese discurso xenófobo también se lavó la cara. La campaña lanzada la semana pasada muestra, por primera vez en la historia, una mujer negra en los afiches. Sus ideas no han variado, pero la extrema derecha tiene ahora un perfil más comestible. El diablo perdió sus cuernos y los electores la memoria. La sociedad conoce la turbia historia de Le Pen y los antecedentes negros de la ideología que profesa. Lo ha oído decir cosas horrendas y hasta ha presenciado unas cuantas escenas violentas con Le Pen como protagonista principal. Pero nada empaña su irradiación.
La misma encuesta revela que 39% de la opinión pública comparte su defensa de los valores tradicionales y que 29% aprueba sus críticas contra la clase política. Su influencia electoral ha crecido en tales magnitudes que en ciertos casos los territorios ideológicos llegan a superponerse. Si se desplaza la encuesta de opinión no a un abanico del cuerpo social sino exclusivamente a los simpatizantes o militantes del partido conservador UMP, presidido por el actual ministro de Interior, Nicolas Sarkozy, los porcentajes de adhesión crecen. El 36% de los simpatizantes de la derecha clásica están de acuerdo con Le Pen, 39% piensa que el líder del FN no representa un peligro para la democracia y 19% admite que sus ideas son justas.
Este último estudio realizado cuando faltan cinco meses para las elecciones presidenciales viene a probar que cuando se quiere imitar al diablo el único que gana es el diablo original. La derecha clásica, y en especial su jefe, Nicolas Sarkozy, ha calcado parte del discurso de Le Pen, particularmente en lo que atañe a los inmigrados. Pero en vez de sacar provecho, el resultado es inverso. El discurso de Jean-Marie Le Pen se legitima, su aura se vuelve trivial y los sondeos suben. De manera global, las intenciones de voto a favor de la extrema derecha se mantienen al mismo nivel que el registrado en la consulta presidencial de 2002, es decir, 17%. Lo que aumenta y se banaliza es el contenido de sus ideas. Setenta por ciento de la sociedad está en desacuerdo con el Frente Nacional, pero esa cifra es un 10% inferior a la de finales de los años ’90 y lo mismo ocurre con las demás comparaciones.
En un poco más de cinco años, la extrema derecha progresó 10 puntos. Justicia, seguridad, situación en los suburbios, la aprobación que consigue Le Pen en esos temas oscila entre 30% y 36%, o sea, un porcentaje superior ocho puntos con relación a hace un año. Paradójicamente, las ideas que constituyeron el corazón del programa de la extrema derecha son las que registran los niveles más bajos de adhesión.
Su famoso credo, la preferencia nacional, entiéndase, de que los beneficios vayan primero a los franceses y después a los extranjeros, perdió más de la mitad del apoyo con que contaba 15 años atrás. Un abanico similar se constata en lo que concierne a sus propuestas o ideas sobre los inmigrados. La paulatina desaparición de los perfiles más extremistas ha dado sus frutos. La extrema derecha se civilizó en su lenguaje y con ello amplió su radio de influencia. No obstante, sus diarios, sus órganos oficiales, sus militantes o sus páginas de Internet presentan los resabios de siempre, la misma letanía de desprecio, nacionalismo, populismo y negación que tanto han marcado la historia del mundo. Sólo una sociedad tan deprimida como la francesa, que vive en una suerte de celebración perpetua del pasado y de flagelación de su presente, puede tener los ojos tan hondamente cerrados.
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