EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Hasta hace seis semanas Chile tenía un sistema de transporte que funcionaba. A la luz de lo ocurrido desde entonces, hasta se podría decir que el viejo sistema de micros amarillos funcionaba bien. Se basaba en una red informal de microempresarios cuentapropistas que compartían rutas y horarios. Durante el día los choferes-empresarios manejaban su único micro y por las noches lo estacionaban en la puerta de sus casas, como si fuera un taxi. No era un sistema perfecto. Los choferes competían por los pasajeros corriendo carreras entre las paradas, nadie respetaba horarios y los recorridos se volvían cada vez más intrincados y fragmentados a medida que los micros se internaban más y más en los barrios en busca de nuevos clientes. La inversión en el sector era más bien escasa. La atomización de la flota no permitía un mantenimiento óptimo ni una renovación regular de las unidades. Los viejos micros amarillos trajinaban semivacíos por la Alameda y las principales arterias de la capital, contaminando con motores vetustos el aire encerrado que se respira en Santiago.
El sistema funcionaba, pero no estaba a la altura de Estado moderno que quiere ser Chile. Por eso en el 2004 Ricardo Lagos presentó el proyecto de reforma que la opinión pública venía reclamando: Transantiago. Micros cómodos, eficientes, limpios, seguros, profesionales. Empresarios serios, con capacidad de inversión, con talleres para cuidar las unidades, como sucede en el Primer Mundo. Rutas lógicas para maximizar la eficiencia y minimizar la contaminación. El plan dividía la ciudad en zonas y las ofrecía en licitación, como ocurre acá con la recolección de basura. La reforma, aseguraban los tecnócratas que la diseñaron, permitiría reducir la flota de micros en la ciudad de 9000 a 5600. Pero cuando empezaron las licitaciones, los empresarios no se presentaron. Los números no les cerraban. Entonces los tecnócratas, en una decisión que luego lamentarían, bajaron la cantidad de micros requerida a 4600. Las nuevas licitaciones fueron un éxito. ¿Y qué hacer con los dueños de los micros amarillos? Los dueños tenían un referente, un líder, una especie de jefe, Manuel Navarrete, a quien la prensa chilena no tardó en bautizar “el jefe de la mafia de los micros”. La solución de los tecnócratas fue entregarle a este señor dos zonas que totalizan el 40% del negocio, para que los dueños se junten, pinten los micros de verde, se modernicen y formen su propia empresa. Navarrete aceptó los hechos consumados pero no se quedó muy contento. Desde su punto de vista, entregaba el 60% del negocio a cambio de nada. Paciente, esperó su oportunidad.
A la visión estratégica de los hombres de Lagos se montaron los técnicos de Bachelet para idear un plan de lanzamiento original. No habría pruebas piloto ni períodos de transición en el que convivieran los dos sistemas para alivianar el impacto en los usuarios, sino costosas campañas de prensa, mucho marketing, Bam Bam Zamorano, un nuevo color, verde, y la frutilla del postre: el nuevo sistema se lanzaría el 10 de febrero, en plenas vacaciones (febrero en Chile es como enero en Buenos Aires), con la ciudad medio vacía, para no recargar el sistema. Claro, no repararon en que para esa fecha la presidenta y casi todo el gobierno también estarían de vacaciones. Los resultados son los que hoy todos los chilenos conocen. A la evidente escasez de micros se sumó un boicot de Navarrete, que escondió los suyos y demandó una vuelta al viejo sistema. De un día para el otro los subtes se abarrotaron, la ciudad se llenó de autos y los pasajeros descubrieron que en vez de caminar tres cuadras para tomar un micro que antes pasaba por la esquina de su casa, ahora tenían que caminar cinco, seis, hasta diez cuadras para hacer colas interminables para tomar micros que no pasaban nunca. Y descubrieron que en vez de tomar un micro para llegar al destino deseado, ahora tenían que tomar tres, gracias al moderno sistema de transferencias gratuitas, con tarjeta automática, ideada por los tecnócratas que parieron Transantiago. Y descubrieron que la ciudad estaba más congestionada y más contaminada que nunca. Así, de tan eficientes, los técnicos y los empresarios terminaron colapsando el sistema.
Pasaban los días y el gobierno no reaccionaba, hasta que la semana pasada volvió Bachelet, echó a cuatro ministros, nombró a un superministro de Transporte, forzó la renuncia de Navarrete y prometió pagar por los micros que hagan falta hasta que se normalice el problema.
Desde el punto de vista burocrático podría decirse del descontento generado que sólo se trata de otro ejemplo del precio que pagan los estadistas, o en este caso la estadista, para modernizar el país. El sistema eventualmente funcionará y nadie, salvo Navarrete, querrá dar marcha atrás.
Pero tal como demostró el estallido social del jueves y sus más de 800 detenidos, las fallas técnicas serán solucionables, pero el problema político que desnudan es más complicado. Lo que la crisis de Transantiago demuestra es la incapacidad del gobierno de Bachelet para coordinar políticas sociales con las bases que la votaron, por no poder revertir la actitud paternalista que ha caracterizado a los gobiernos de la Concertación desde el retorno de la democracia. Ya había ocurrido con las protestas estudiantiles: aun siendo un tema en el que básicamente los estudiantes y Bachelet estaban de acuerdo, generó un costoso enfrentamiento que aún hoy se mantiene. Los mismo con los mineros de La Escondida o con los choferes de micros: el gobierno socialista parece incapaz de evitar que un conflicto social se vaya de madre. Kirchner, por decir algo, se cuida muy bien de no tirarse en contra a todo el movimiento piquetero, o a los asambleístas de Gualeguaychú, ni hablar de las Madres. A Lula le sobra paciencia para negociar con los Sin Tierra y siempre vuelve a las fábricas del cordón industrial. Pero Bachelet, que asumió con el mandato de pagar la deuda social de la Concertación, parece estar siempre a contramano de los sectores que constituyen su base electoral.
No es que Bachelet haya olvidado su promesa. Durante su primer año de gobierno instauró la educación preescolar gratuita y abrió guarderías; empujó una reforma previsional que entregará una jubilación mínima de 300 dólares; amplió el programa de subsidios para viviendas y urbanizó villas; garantizó la atención gratuita en los hospitales para los mayores de 60 años con bajos ingresos e impuso a sus socios de la Democracia Cristiana la píldora del día después.
Pero al no tener una estrategia clara de crecimiento para la economía, ante cada error de sus técnicos, la imagen de Bachelet sufría. La tensión entre los técnicos liberales que ella puso en el gobierno y los movimientos sociales que la pusieron a ella en el gobierno empezó a erosionar su poder. Con el tiempo se fueron resquebrajando las relaciones entre ella y su partido, entre socialistas y democristianos, entre oficialismo y oposición, entre el gobierno y los empresarios. Así, con apenas un año de gobierno la clase política ya les apunta a las presidenciales del 2009. Ricardo Lagos, Soledad Alvear y José Miguel Insulza, entre otros, parecen candidatos lanzados en campaña y por eso las críticas al gobierno llueven de los dos lados, Alianza y Concertación.
Cualquier puntero de barrio diría que al gobierno de Bachelet le falta política. Rosquear un poquito con los navarretes y los pingüinos, en vez de mandarles los carabineros. Sin embargo, cuando llegó la hora de renovar el gabinete, la presidenta optó por canjear tecnócrata por tecnócrata en tres ministerios. El cambio de figuritas no arregla el problema de fondo.
“La transición democrática chilena puede ser entendida como un acuerdo de las élites que luego iba a permear al resto de la población, pero en los tres primeros gobiernos de la Concertación la gente no tuvo mucha participación. Bachelet llegó como la representante de los marginados, de los que no habían sido parte de la transición, y prometió una red de protección social y mayor participación ciudadana”, dice Patricio Navia, politólogo de New York University y la Universidad Diego Portales de Santiago.
“Bachelet llegó al poder porque representaba la idea de que la democracia también se construye desde abajo para arriba. Pero su agenda social ha sido de arriba hacia abajo, con soluciones tecnocráticas, y Transantiago es un ejemplo.”
El nuevo gabinete, dice Navia, apunta en la misma dirección. “Va a ser un gabinete muy técnico, con pocas habilidades políticas, pero Bachelet va a mantener cierta popularidad porque se muestra como la defensora del pueblo frente al gobierno de técnicos.”
Parece contradictorio que una presidenta se muestre como opositora de su propio gobierno. Bachelet quiere ser amiga de Kirchner, de Chávez, no perderse ninguna cumbre, ser parte de la nueva tendencia, sacarse fotos en Ecuador con el presidente de Irán. Pero pone de canciller al economista Alejandro Foxley, un experto en tratados de libre comercio y globalización, que detesta perder el tiempo con la gente “poco seria” del vecindario. Y al referente de la corriente latinoamericanista, Luis Maira, lo manda de embajador a Buenos Aires. ¿No debería ser al revés? Navia cuenta una leyenda de palacio, verdadera o no, que ilustra la situación bastante bien.
“El año pasado, discutiendo el superávit del gobierno por el precio del cobre, la presidenta dijo en una reunión ‘yo le pregunto todos los días a mi ministro de Hacienda por qué no podemos gastar mas’. Pero la presidenta decide eso, no el ministro de Hacienda. Ella dice que está de parte del pueblo, pero a los técnicos en el gobierno los nombra ella. Si quiere que hagan más, que nombre a otra gente.”
Así la cosa no puede funcionar, advierte Navia. “No puede funcionar porque manda señales contradictorias. La gente que la votó espera un gobierno más de izquierda, de más justicia social, más jugado con el pueblo. Pero la élite económica ve a los técnicos y les cree a los técnicos, pero duda de lo que al final va a hacer Bachelet. Eso hace que la gente se frustre y los actores económicos vayan con cuidado. Va a ser un gobierno como el de Fox en México, con cuatro años muy mediocres, con todos los ojos puestos en la carrera del 2009.”
Puede ser, pero sería una pena y sobre todo una gran frustración para el progresismo chileno. Ojalá Transantiago sirva para algo más que un ajuste de tuercas.
Si fuera Bachelet me iría a las cinco o seis de la mañana a la cola de alguna parada perdida en la ciudad y me pondría a conversar con algunos de los miles de chilenos que la votaron y que hoy la putean con ganas mientras esperan minutos interminables por una lata de sardinas que muchas veces ni siquiera se toma la molestia de parar.
Si pudiera preguntarles qué esperan de su gobierno, quizá le dirían que no esperan otro plan del Ministerio de Planeamiento y Planificación para entrar al Primer Mundo.
Lo que esperan los que esperan es que llegue el colectivo. Y que en el colectivo haya lugar para todos. Y que el conductor no use gorra. Y que maneje una mujer. Y recorrer un camino, subidos al colectivo, hasta llegar a la próxima estación.
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