Mientras el fantasma del 2002 se cierne sobre los votantes socialistas, su candidata, Ségolène Royal, busca entusiasmar, pero le llueven críticas de personajes de su propio partido.
› Por Eduardo Febbro
Desde París
La candidata socialista cierra mañana su campaña en una ciudad llena de memoria rosa, Toulouse, sur del país, cuna de los buenos recuerdos de pasadas victorias socialistas. Pero la memoria que turba hoy a la sociedad francesa y a Ségolène Royal es lo que se llama en Francia el síndrome de 2002. Esa expresión remite a la eliminación en la primera vuelta del ex primer ministro Lionel Jospin, candidato presidencial del PS cuyo vuelo hacia la presidencia fue cortado por Jean Marie Le Pen, el patrón de la extrema derecha. El espectro del 21 de abril de 2002 obsesiona al 70 por ciento del electorado francés, para el cual la presencia de Le Pen en la segunda vuelta del próximo 6 de mayo sería una cosa muy mala. Pero cuando faltan cuatro días para la consulta del próximo domingo, la representante socialista dice ante todas las cámaras de televisión que está segura de su victoria. La última salva de sondeos autoriza el optimismo. Si bien su rival conservador, Nicolas Sarkozy, conserva las preferencias globales, entre 27% y 30%, Royal ha acortado las distancias, 23%-26%, y hasta hubo una encuesta que este lunes pronosticó una igualdad perfecta, 50% para cada uno, en caso de un duelo Royal-Sarkozy en la segunda vuelta.
Los socialistas leen las encuestas con temblores en las manos. Quienes detestan a Ségolène Royal y quieren verla sepultada desde la primera vuelta empiezan a optar por la moderación. Y quienes apuestan por ella con los ojos cerrados no concilian el sueño sin recordar el 21 de abril de hace cinco años. “¿Y si volviera a repetirse?”, pregunta con angustia Jean-Marc Legrange, un militante socialista del distrito 13 de París: “¿Qué papelón sería esto para este partido histórico y también para Francia?” Voto útil, voto responsable, voto de las mujeres, voto de las aquí llamadas minorías visibles –los hijos de extranjeros con derecho a voto–, voto en contra de un hombre que representa la corriente liberal autoritaria –Sarkozy–... Royal interpeló a los electores para despejar el camino de ese espectro que surge en cada mitin. “Necesito que vayan y convenzan a quienes están en torno de ustedes y les digan: ‘¡Tengan la audacia de ese voto!’”. Y para evitar que la acusen de chantajear a los electores con la sombra del 2001, Royal dice: “Quiero que el segmento más masivo del voto sea un voto de adhesión”. Pero la sombra se proyecta con tanta más fuerza cuanto que la variable que marcó el comienzo de la campaña socialista sigue vigente: los ataques más acerbos, las burlas más bajas, vienen del propio campo socialista. Ségolène Royal arrastra un traje de novia traicionada a cada paso.
Libros en su contra escritos por cuadros de su partido o por antiguos colaboradores, contramanifestaciones en sus mitines organizadas por funcionarios socialistas hostiles a su candidatura, intervención pública de dirigentes de peso y ex ministros para que se pacte una alianza con el centrista Bayrou, chistes de mal gusto, acusaciones de autoritarismo e incompetencia. “Confieso que en esta campaña mi propio campo no ha ahorrado ninguna crítica. Tal vez me hagan pagar cierta forma de libertad”, dijo la mujer hace unos días.
Su estrategia de final de campaña está fijada: convocar todos los votos posibles para garantizarse la segunda vuelta. Y hacer sonar con una suerte de poder femenino: “Votar una mujer es la Francia que osa. Cuando haya tres mujeres en el G8 (los siete países más desarrollados más Rusia), todo cambiará de aspecto: Merkel (canciller alemana), Hillary Clinton y yo”. Los analistas franceses reconocen hoy que Ségolène Royal expresa algo muy arraigado en la sociedad, de lo contrario nunca hubiese podido mantener los niveles actuales luego de la avalancha de catástrofes –propias y ajenas– que se produjeron en cuanto se abrió la campaña electoral. La prensa, que parece a sueldo del candidato conservador, no le perdonó ni una coma olvidada. Francia parece habitada por uno solo rostro, el de Nicolas Sarkozy. Un paseo a lo largo de los kioscos que están en los grandes boulevares refleja al infinito la imagen de Nicolas Sarkozy en las primeras planas del 80% de los semanarios.
Frente a una rival socialista que despega levemente en los sondeos, Sarkozy modificó esta semana su propio ángulo de campaña. Al igual que Royal, pasó de los temas propios a la extrema derecha –inmigración, patria, identidad nacional– a territorios más consensuales. Pero los cuatro candidatos con posibilidades de figurar en la segunda vuelta, Royal, Sarkozy, el centrista François Bayrou y Jean Marie Le Pen, tienen el mismo problema: 17 millones de electores indecisos que, de aquí al domingo, podrían trastornar el horizonte político igual que hace cinco años. Nadie sabe qué harán esos indecisos ni tampoco los poco más de dos millones de nuevos electores que se incorporan este año a las urnas. François Bayrou repite: “Estoy absolutamente seguro de que los franceses preparan una sorpresa”. ¿Sensación o realidad? Lo cierto es que la sociedad parece motivada para evitar que, al menos en su peor versión, es decir, la de la extrema derecha, se repita el episodio de 2001. Ese es el riesgo que corren los socialistas: que el espectro de hace cinco años se reencarne hoy en una versión presentable de los valores democráticos y que sea François Bayrou quien figure el 6 de mayo en uno de los dos únicos afiches electorales que acompañarán el voto final.
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