EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
No por nada Gratefuldead, Muertos Agradecidos, es la banda de rock and roll más popular de la historia de los Estados Unidos y la que mejor capturó su esencia. En 1965, pleno Verano del Amor, posaron con sus rifles frente a su casa de Haight and Ashbury para una foto inolvidable de la revista Rolling Stone. “Aquí me planto entre las montañas Blue Ridge, con una escopeta al hombro y un revólver en la mano”, solían cantar. Hasta que un día llegó Seung-Hui Cho a tomar clases de inglés en una universidad ubicada al pie de las montañas Blue Ridge.
El estereotípico habitante del Blue Ridge es lo que allá llaman “basura blanca”, un perdedor que vive de vales de comida en forma de estampillas verdes y cheques de seguridad social, que odia a los inmigrantes más que a nadie y que compra sus armas en oferta los viernes porque ese día el armero se deshace de sus fierros más gastados.
Ahí se plantó Seung-Hui Cho: al sur de los Apalaches, en la tierra de los Hatfields y de los McCoys, de contrabandistas de whisky casero que se matan a tiros entre ladera y ladera en una guerra que sobrevive a las generaciones.
Al pie de las montañas Blue Ridge Seung-Hui Cho despachó a 34 estudiantes y profesores antes de volarse los sesos. En un campus universitario como el de Kent State, donde en 1970 la Guardia Nacional fusiló a cuatro estudiantes que manifestaban por los 58.000 soldados muertos en la guerra de Vietnam.
El campus de Seung-Hui Cho al pie de la montaña forma parte del estado de Virginia y Virginia es el vértice de un triángulo mortal. “Las armas son de Virginia, las drogas de Nueva York y los pobres de Washington”, resumía hace algo más de 10 años Pete Gruden, entonces jefe de la agencia antinarcóticos (DEA) en la capital norteamericana, para explicar las causales de la epidemia de homicidios que asolaban su ciudad. Fue en pleno auge del crack, que es algo así como el paco. El crack había tomado por asalto los monoblocks de los negros pobres de Washington D.C. y la capital de imperio se ganaba otro título, el de “capital del homicidio de los Estados Unidos”, con una media de casi un homicidio por año por cada mil habitantes, la mayoría cometidos por jóvenes negros menores de 18 años. En esos tiempos los chicos iban al colegio vistiendo remeras negras estampadas con siluetas pistolas-ametralladoras marca Mac 10.
“En Mount Washington (un suburbio del Bronx) con un buen contacto podés transar hasta un kilo de cocaína sin bajarte del auto”, contaba el agente. “En Virginia, con 20 dólares y sin buscar demasiado, te conseguís un (arma calibre) 32. Y los dealers del Southeast (el distrito más pobre de Washington) son todos chicos de 15, 16 años que fuman esa basura, se vuelven locos y salen a matar gente.”
Locos asesinos, como Seung-Hui Cho. George W. Bush hizo lo que mejor sabe hacer y viajó a Blacksburg para consolar a las familias y engalanar los funerales. Dar la cara en la tragedia es una virtud, aunque sea una cara de piedra. Ni Virginia ni las montañas causaron la locura de Seung-Hui Cho. Muchas gente que vive allí no se vuelve loca. Pero las tragedias suceden donde suceden.
Hay mucha bronca, estupor e indignación en Estados Unidos. Especialmente con los medios que difundieron las poses del asesino coreano. Como siempre, la sociedad norteamericana se dividió entre los que reclaman más acceso a las armas de fuego y los que reclaman menos acceso a las armas de fuego para solucionar el problema.
Más allá de las críticas a los detectives, el consenso de los opinadores profesionales es que se podrán mejorar los controles, las leyes y los procedimientos, pero cualquiera se puede volver loco, conseguir un arma y salir a matar gente.
No se referían a Bush, que fue uno de los gobernadores que más penas de muerte firmó cuando era el mandamás de Texas. En Texas muchas pick ups llevan escopetas colgadas de la luneta, supuestamente para cazar coyotes, y no “coyotes”, que es como llaman a los traficantes de personas en la frontera mexicana.
Bush zafó de ser culpado por la masacre de Virginia, pero no sabe cómo parar la bola de nieve que se le armó con la derrota de Irak. La ley aprobada esta semana por el Congreso con fecha “no resolutiva” para el regreso de la tropas es un buen ejemplo. Primero se dijo que los demócratas nunca se pondrían de acuerdo. Cuando la ley salió del comité presupuestario los analistas calcularon que los votos no alcanzarían en el plenario de la Cámara baja. Pero un par de atentados con coches bomba después, los votos aparecieron. Entonces dijeron que no había chances en el Senado. Pero tras el derribo de un helicóptero y la voladura de un mercado, el Senado dio el sí. Cuando el proyecto de ley volvió a la Cámara baja con las modificaciones de Senado, otra vez se dijo que sería complicado reunir una mayoría. Pero en la víspera mataron a diez soldados norteamericanos en Irak y la ley pasó como por un tubo, lo mismo que en el Senado al día siguiente. Uno a uno los republicanos que apoyaban al presidente van cruzando la hilera para unirse a la oposición a la guerra que encabezan los demócratas.
Los candidatos para suceder a Bush se disputan un cartel históricamente muy codiciado en los Estados Unidos, el del que “trajo a los muchachos de vuelta a casa”. Ya se lo había colgado Gerry Ford en el ’74 cuando los últimos helicópteros partieron de la embajada en Saigón. Esa vez el Congreso le había dado un fuerte empujón al congelar el financiamiento de la guerra con una ley muy “resolutiva”. No le alcanzó a Ford para la reelección, pero le consiguió un funeral multitudinario, algo bastante impensado en sus tiempos de presidente, cuando Chevy Chase se burlaba de su torpeza en Saturday Night Live. También se colgó el cartel Ronald Reagan al principio de su primer mandato, cuando su plan de canjear armas por rehenes con el ayatola resolvió la toma de la embajada en Teherán.
Todos saben que no será Bush quien traiga a los muchachos de vuelta a casa. Ni los demócratas quieren eso: por eso votan cosas “no resolutivas”. El problema es que Bush recién se irá en el 2009 y todavía faltan muchos muertos para que ese día llegue. Mientras tanto se abrió la temporada de tiro al muñeco contra el presidente más débil del país más poderoso. Hace pocos días un editorial del New York Times dividió en tres categorías los escándalos que aparecen casi a diario para descrédito de su administración. Según el diario están los causados por la incompetencia de su gobierno, los causados por las mentiras de su gobierno y los causados porque Bush es un terco.
En la primera categoría aparecen el desmanejo de la ayuda para las víctimas de huracán Katrina y el desmanejo en el hospital de los veteranos de guerra.
En la segunda categoría, entre una larga lista de ítem, se destaca la mentira sobre las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. También figuran el caso de la espía Valerie Plame (escrachada por su propio gobierno), el plan secreto del ministro de Justicia González para echar a fiscales que investigaban al gobierno y la fabricación de héroes de guerra por parte del Pentágono para sumar apoyos al esfuerzo bélico.
En la última categoría está el “nuevo plan” para reforzar el frente iraquí, el rechazo a las negociaciones con Siria e Irán, los vetos y las amenazas de vetos para defender la guerra y los discursos huecos del presidente pidiendo un esfuerzo más, porque “la guerra todavía se puede ganar”.
Así pasa Bush sus últimos meses en la Casa Blanca: sólo y plantado al pie de la montaña con la escopeta al hombro y el revólver en la mano. Tal como cantaba el finado Jerry García, líder mítico de los de Muertos Agradecidos, para delirio de sus millones de fanáticos, los orgullosamente autodenominados “cabezas muertas”.
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