Dom 06.05.2007

EL MUNDO

No hay muro que frene la rebelión de los sunnitas y de Al Qaida en Irak

La nueva estrategia norteamericana, con muros y todo, no consigue frenar la guerra civil entre el gobierno kurdo-chiíta y la insurgencia sunnita.

› Por Patrick Cockburn *

Desde Bagdad

La primera cosa que hizo Said, un pequeño contratista, fue visitar la prisión militar en el oeste de Bagdad para pagar un soborno de dos mil dólares. El dinero se lo dio a un oficial a cambio de la promesa de no torturar a su hermano y socio, Ali. El pago más importante vendría después. Para la liberación de Ali Said tendrá que pagar otros cien mil dólares.

Los dos hermanos son sunnitas y los comandos de la policía que arrestaron a Ali son chiítas. Lo que le sucedió a él explica por qué la nueva estrategia de Estados Unidos –el despliegue de 20 mil soldados extras en Irak– no consigue poner un freno a la guerra civil sectaria que azota la capital.

Los gobiernos de Estados Unidos y de Irak están logrando crear divisiones entre los simpatizantes fanáticos de Al Qaida en Irak y el resto de la comunidad sunnita. Pero éste es un éxito sólo parcial. En general, los cinco millones de iraquíes sunnitas siguen apoyando la resistencia armada, tanto contra las tropas estadounidenses como contra el gobierno chiíta-kurdo.

Ali, un hombre de 40 años con tres niños, era un empresario exitoso antes de la caída de Saddam Hussein en 2003. Vivía en el barrio de clase media y mayoría sunnita de Al Khudat, en el oeste de Bagdad. Después de la invasión, comenzó a trabajar como chofer para una empresa occidental. Pero dos años después, una bomba colocada en la ruta destruyó su auto y lo dejó seriamente herido. En 2005, uno de sus hijos fue secuestrado y Ali tuvo que pagar 20 mil dólares para recuperarlo.

Esta historia es sólo un ejemplo del nivel de inseguridad que se vive en Bagdad. A pesar del atentado y del secuestro de su hijo, los vecinos de Ali lo consideran un hombre afortunado. Había logrado volver al negocio de la construcción y estaba ganando buen dinero. Pero hace diez días, cuando volvía a su casa de Karada, un distrito chiíta en el este de la capital, los comandos del Ministerio del Interior detuvieron su auto. Uno de los oficiales le dijo: “Hace mucho tiempo que no te vemos. ¿Dónde estuviste?”. Ali cometió el error de decirles la verdad. Les contó que, como la mayoría del millón de refugiados iraquíes, había ido a Siria. Este dato fue suficiente para convertirlo en un posible insurgente. Afortunadamente logró llamar a su hermano antes de desaparecer dentro de una cárcel del ministro de Defensa en la zona chiíta de Al Khadamiyah, casualmente la misma prisión en donde Saddam Hussein fue ejecutado.

Ali tuvo más suerte que la mayoría. El número de cadáveres torturados que aparecen en las calles de Bagdad, muchas veces todavía con las manos atadas, no ha parado de crecer en las últimas semanas. Los escuadrones de la muerte chiítas se están vengando por los camiones bomba que estallaron en medio de mercados chiítas, matando a cientos. La misma red Al Qaida se está volviendo cada vez más impopular en las zonas de mayoría sunnita. No tanto por las continuas masacres contra los chiítas, sino por los asesinatos de sunnitas que trabajan para el Estado, aunque sea como recolectores de basura. La red terrorista incluso ha atentado contra pilotos civiles que trabajan para la aerolínea de bandera iraquí. Dado que más de la mitad de la población está desempleada, la mayoría de los puestos de trabajo disponibles está en el Estado.

La respuesta de las autoridades –internas y externas– a este creciente nivel de violencia sectaria ha sido sellar distritos enteros con muros. En los barrios sunnitas la reacción ha sido variada. “Mi distrito es un poco más seguro ahora”, señaló Omar, un chofer de Al Khadra, un barrio sunnita del oeste de Bagdad. “Hay menos cadáveres en las calles”, agregó. Pero lo que le preocupa a Omar es que los soldados apostados en la única salida y entrada de Al Khadra pueden llegar a convertirse en escuadrones de la muerte. Sabe que si lo detienen, lo más probable es que termine en una de las cárceles en donde los sunnitas son torturados diariamente.

Aun antes de que se empezaran a construir los muros alrededor de los distritos sunnitas en la capital, pocas personas se animaban a dejar sus barrios. Sólo uno de los grandes mercados que alguna vez dieron de comer y vistieron a los ciudadanos de Bagdad está hoy todavía abierto, a pesar de sufrir repetidos atentados. Por el contrario, lo que está creciendo son los pequeños negocios, instalados en las calles o en los jardines, en donde hay un poco más de seguridad.

La decisión del presidente George Bush de escalar y enviar más refuerzos es en verdad más un cambio de táctica que un cambio de estrategia. La rebelión sunnita que comenzó en el verano de 2003 está ya demasiado enraizada como para ser destruida simplemente por las armas. Cuando los insurgentes son derrotados en una parte de Bagdad, se mueven inmediatamente a otro distrito o, incluso, a una provincia vecina.

Los kurdos pudieron desestabilizar Irak durante medio siglo a pesar de ser perseguidos y masacrados constantemente. Los sunnitas están bien posicionados para hacer lo mismo. En cambio, el gobierno iraquí cuenta con la gran desventaja de carecer de verdadera autoridad. El primer ministro, Nouri al Maliki, había anunciado en Egipto que la construcción del muro en Bagdad se abortaría. Pero la construcción continuó. Un vocero del ejército iraquí, una de las instituciones del país más cercanas a Wa-shington, diría más tarde que el premier había sido engañado.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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