Dom 03.06.2007

EL MUNDO  › FRANCIA LANZO UN PLAN PARA EXPULSAR A 25.000 INDOCUMENTADOS

Sarkozy quiere echar inmigrantes

El insólito Ministerio de Inmigración y de la Identidad Nacional creado por el nuevo presidente no tardó en poner en marcha la principal promesa electoral del gobierno de derecha y anunció un plan para expulsar inmigrantes ilegales y restringir entradas legales.

› Por Eduardo Febbro

Desde París

Inmigración, justicia, seguridad, impuestos, contratos de trabajo, horas extras: el nuevo poder francés surgido de las urnas el pasado 6 de mayo se apresta a llevar a la práctica un número consistente de sus promesas electorales. Muchas de éstas serán, en los hechos, mucho menos profundas de lo que la publicidad oficialista proclama. Por ahora, el acento está puesto en lo que, de lejos, parece constituir el gran problema de Francia: la inmigración. Auténtico cazavotos, el tema de la inmigración es un inagotable recurso para consolar a los que ven en ella no una fuente de riquezas, una diversidad positiva, sino una expoliación de la esencia de la cultura nacional.

Antes mismo de que la ley hubiera sido presentada o esbozada, Brice Hortefeux, ministro de la insólita cartera de la inmigración y de la identidad nacional, ya anunció la meta policial de su función: expulsar el mayor número posible de extranjeros en situación irregular, según la línea fijada por el presidente Nicolas Sarkozy. Además de adelantar un endurecimiento de la ley a fin de reducir el porcentaje de familias que pueden venir a Francia a unirse con sus esposas o esposos que trabajan aquí, el titular de este curioso ministerio anunció que una de las metas consistía en expulsar a 25.000 extranjeros sin permiso de residencia. “La lucha contra la inmigración clandestina seguirá siendo una prioridad absoluta”, recalcó el identitario ministro. Nada ha dicho sin embargo sobre esos millones de extranjeros perfectamente integrados y documentados a quienes la mezcla destilada por el oficialismo entre extranjero e inmigrante clandestino ocasiona incontables episodios desagradables. El ministro de la Inmigración y la Identidad Nacional nada explicó sobre las a menudo humillantes trabas que los extranjeros que se quieren naturalizar encuentran en los interlocutores de la administración pública. Tampoco habló de la selección racial que las fuerzas de seguridad efectúan cuando realizan controles de identidad, ni de los incontables insultos racistas que emanan de ciertos cuerpos policiales, no dijo nada sobre la integración. El discurso de este inédito ministro es por demás incoherente y combina principios contradictorios: “Debemos alcanzar cuatro objetivos: controlar los flujos migratorios, favorecer la integración, promover la identidad francesa y alentar el codesarrollo”. La izquierda y las asociaciones de defensa de los extranjeros criticaron con dureza la existencia de un ministerio cuyo propio marco de acción, inmigración e identidad nacional indica que lo primero es contraproducente para lo segundo. Pero el ministro responde diciendo: “Ligar inmigración, integración e identidad nacional nada tiene de vergonzoso. (...). La promoción de nuestra identidad no reviste estrictamente ninguna hostilidad ante los inmigrados”. Su frase deja innumerables preguntas en suspenso: ¿puede acaso promoverse la identidad nacional a través de un ministerio? ¿Acaso ésta no está ya promovida en el seno mismo de la cultura y sus valores, que circulan en el mundo y, por consiguiente, se autopromueven? ¿Podría acaso la Argentina crear un ministerio para promover su identidad, es decir, desde el tango hasta el gaucho, pasando por Borges y el Martín Fierro? ¿Puede alguien creer que un país como Francia necesita promover su identidad? Al parecer, un segmento considerable de la sociedad sí lo cree y hasta hay un ministro para ocuparse de eso. ¿Qué sentirán los trabajadores, los profesionales, los científicos y los artistas del mundo entero que vinieron a Francia atraídos por esa identidad y a quienes hoy se les dice por lo bajo que ellos son un peligro para esa identidad?

Lo cierto es que lo único que se conoce con claridad es el número de extranjeros irregulares que serán expulsados. Desde luego, el discurso y la mano dura contra la inmigración irregular no es una exclusividad de la derecha. A finales de los años ’80 los socialistas también fueron eximios ejecutantes de ese himno. Cuando era ministro de Interior, el presidente Nicolas Sarkozy hizo de la inmigración clandestina uno de los caballos de batalla. Sarkozy incrementó considerablemente las expulsiones. En 2006, 24.000 extranjeros fueron expulsados y para este año el programa está calculado en 25.000. Es obvio que estos anuncios tienen también una meta electoral: el próximo 10 de junio se lleva a cabo la primera vuelta de las elecciones legislativas y las mayorías sólidas se ganan con ese tipo de discurso. Hace cinco años el candidato de la extrema derecha, cuya víctima electoral preferida es el inmigrado, logró la hazaña de desplazar a la izquierda democrática y disputar la segunda vuelta de la elección presidencial. El horizonte de la política fijada en materia de inmigración es claramente cuantitativo (el número de expulsiones) y no cualitativo. Nicolas Sarkozy ganó con ese discurso y esas promesas empiezan a plasmarse en la realidad. Pero también dejan en la atmósfera una sensación de incomodidad y de peligro para quienes residen de forma regular, pagan sus impuestos y tienen hijos nacidos en Francia. El discurso es tan radical que parece encerrar a todos bajo la misma amenaza y no sólo a lo que, legalmente, es irregular.

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