EL MUNDO › INVESTIGA LA MASACRE SIN LA AYUDA DE LOS EE.UU.
› Por María Laura Carpineta
Sin dudas el caso que más repercusión ha tenido y que más ha avanzado dentro del Tribunal Penal Internacional (TPI) de La Haya es la matanza en Darfur. No solamente porque en esa provincia sudanesa se vive la peor crisis humanitaria del momento, sino también por la presión que están ejerciendo las potencias desde el Consejo de Seguridad para encontrar a algún culpable y tranquilizar así a la opinión pública. En Darfur hace más tres años que el Ejército nacional, con el apoyo de las milicias paramilitares árabes Janjaweed, combate a las guerrillas rebeldes. Después de una larga guerra civil entre el sur y el norte, las tribus negras de Darfur decidieron sublevarse ante la indiferencia y el olvido del gobierno islámico del norte, del general Omar Ahmad al Bashir. Esta insurrección se transformó en poco tiempo en una abierta guerra civil que ya les costó la vida a cerca de 300 mil personas y dejó a más 2,5 millones sin hogar y hacinados en campos de refugiados, prácticamente sin comida ni agua.
En marzo de 2005, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas refirió el caso al TPI. A los pocos meses, el fiscal del tribunal, el juez argentino Luis Moreno Ocampo, aceptó el caso y empezó a investigar. Ordenó 75 misiones a 18 países, durante las cuales entrevistaron a cientos de testigos, víctimas y a funcionarios del gobierno sudanés. Después de 20 meses, Moreno Ocampo dictó las únicas dos órdenes de detención de todo el proceso. Fueron contra el actual ministro de Asuntos Humanitarios sudanés y ex ministro del Interior, Ahmad Harun, y el líder de la milicia Janjaweed, Ali Kushayb, acusados de cometer crímenes de guerra y de lesa humanidad. A pesar del compromiso que asumió semanas atrás el gobierno de Al Bashir para cooperar con el juicio, ni Harun ni Kushayb han sido detenidos.
Moreno Ocampo decidió entonces pedirle al Consejo de Seguridad que tome cartas en el asunto. Sin embargo, el órgano está empantanado ante la indecisión de China, un país con poder de veto y con importantes intereses petroleros en el sur sudanés. Tampoco ayuda que Estados Unidos impulse sanciones económicas unilaterales contra 30 empresas y dos funcionarios sudaneses por fuera del Consejo y del proceso judicial de La Haya. La actitud de Washington no es casual. El gobierno de George Bush se convirtió en el principal crítico de la Corte de La Haya desde que, en 2002, decidió no ratificar el Estatuto de Roma, que ponía en vigencia el nuevo tribunal internacional. Según la Casa Blanca, la Fiscalía del TPI tiene un poder irrestricto que mina la soberanía de los Estados, al poder acusar e investigar a cualquier ciudadano del mundo de oficio.
Esta postura –compartida por países como China, Rusia, Israel y Japón, entre otros– fue, sin embargo, muy cuestionada por renombrados juristas estadounidenses. “Los inocentes jamás necesitan temer al Estado de derecho”, sostuvo recientemente Benjamin Ferencz, miembro del equipo de fiscales norteamericanos en los juicios de Nuremberg. Robert Jackson, juez de la Corte Suprema estadounidense y máximo representante de su país en el tribunal internacional contra los jerarcas nazis, también cuestionó la decisión de Bush al recordar que la justicia debe ser igual para todos. Pero a pesar de las críticas, la Casa Blanca mantiene su postura y ha intentado conseguir algunas excepciones. Por ejemplo, logró que el Consejo de Seguridad aprobara en 2003 una resolución en la que prohíbe al TPI investigar crímenes cometidos durante una misión de la ONU o autorizada por esta organización, en la que participen soldados de países que no adhieren al tribunal penal de La Haya.
A pesar de su lentitud y sus limitaciones operativas y políticas, su implementación ha significado un paso gigantesco para el derecho internacional. Es la primera Corte Penal Internacional permanente, con un estatuto legal propio y con alcance mundial. Esto la diferencia del tribunal de Nuremberg y de los tribunales internacionales especiales creados por el Consejo de Seguridad para investigar conflictos puntuales –ex Yugoslavia, Sierra Leona, Líbano–. Actualmente maneja cuatro casos, todos en la región más olvidada y más violenta del mundo, Africa Central: Sudán, República Democrática del Congo, Uganda y República Centroafricana.
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