Dom 17.06.2007

EL MUNDO  › ESCENARIO

Atrapados

› Por Santiago O’Donnell

Guantánamo es una gran cárcel. Todos están atrapados en ella: los prisioneros, los guardianes, Occidente, Bush. Todos armaron esa gran cárcel y ahora están atrapados y no pueden salir. Porque es muy fácil declararle la guerra a medio mundo, decir que Estados Unidos va a librar una guerra sin límites de tiempo ni fronteras, y no parar hasta que se haya saciado la sed de venganza y hayan vuelto la seguridad y la confianza y se haya recobrado ese sentir triunfalista que trajo la caída del muro y que dio lugar al mal llamado pensamiento único. Todo ese mundo se vino abajo con las torres y entonces apareció Guantánamo.

Apareció Guantánamo porque Bush sintió la necesidad de agrandar a su enemigo, de darle una dimensión sobrehumana para esconder su propio fracaso, su decadencia. No podía ser culpable de lo que estaba pasando, de la locura que desató el primer ataque que viene a sufrir Estados Unidos en su territorio continental en toda su larga historia, justo en el momento en que teóricamente más poder tenía. No tenía la culpa: “el sistema” no estaba preparado para semejante salvajismo, semejante valentía, semejante locura. Miles de fanáticos dispersos por el mundo dispuestos a inmolarse con tal de dañar cualquier cosa que pudiera vincularse a los Estados Unidos. Pero “el sistema”, la gran democracia republicana liberal de Occidente, el gran sistema que había derrotado al nazismo y al comunismo, también tenía respuestas para el terrorismo. El sistema, sin ir más lejos, había elegido como presidente de Estados Unidos a George W. Bush, el hombre indicado en el momento indicado para salvar a “el sistema” de sus propias debilidades. Un texano. Un duro de verdad. Un verdadero John Wayne.

El mito del cowboy que enseñan las escuelas de cine es así: los buenos usan sombrero blanco, los malos sombrero negro; los buenos están adentro del pueblo, los malos vienen de afuera; el cowboy es la figura intermedia: viene de afuera y rompe algunas reglas, pero lo hace para salvar al pueblo, ese pueblo que es débil e inocente porque se porta bien y los villanos se aprovechan. Entonces llega el cowboy al rescate. Cuando el cowboy termina de limpiar el pueblo de malos, se sube a su caballo y se pierde en el horizonte. Como el Llanero Solitario, o como Clint Eastwood en Los Imperdonables.

Y Bush, empujado por los halcones de la Casa Blanca, empezó a preguntarse: ¿si torturar a una persona puede salvar la vida de miles, qué hago? Y Bush se contestó: legalizo la tortura y le cambio el nombre para que nadie pueda decir que estoy torturando. ¿Suena conocido el argumento? Sí, claro, pero hay una diferencia con respecto a lo que pasó acá. Los milicos de la dictadura argentina privatizaron la tortura. Bush la legalizó. O sea, en vez de esconderla por miedo, pudor o vergüenza, para no ofender la moral cristiana, digamos, Bush le puso un sello de aprobación y la declaró tan estadounidense como el pastel de manzana.

Así, a través de una seguidilla de órdenes ejecutivas, aprobó para los sospechosos de terrorismo toda una serie de “técnicas de interrogatorio” que iban desde mantener a un prisionero despierto durante días enteros, hasta atar al prisionero a una tabla y sumergirlo en una pileta cabeza para abajo, como mojando un pancito en el tuco de la abuela. Los Camps y los Etchecolatz bien saben que las confesiones extraídas bajo tortura no son demasiado fiables, pero calman la sed de venganza. Y Bush debía vengar la afronta de las Torres Gemelas.

Solucionado el tema de la tortura, Bush encaró el asunto de fondo: ¿cómo hacer para que los terroristas sufran una justicia más rápida y más a tono con el dolor de las víctimas, que al fin y al cabo votan, y menos interesada en los derechos y garantías de los morochos que llegan de tierras extrañas para asesinar a norteamericanos? El presidente de los Estados Unidos decidió que el bicentenario sistema legal de su país no estaba preparado para manejar la amenaza terrorista. Entonces decidió crear un nuevo sistema legal, con todo lo que eso implica.

En el viejo sistema legal hay dos tipos de justicia, la justicia civil y la justicia militar. La justicia mlitar sólo juzga a militares. Aquellos militares que son detenidos por combatir a los Estados Unidos son catalogados como “combatientes enemigos”. Los “combatientes enemigos” están protegidos por la convención de Ginebra. La convención, además de prohibir torturas, estipula que los combatientes tienen derecho a ser alojados en cárceles comunales. Además pueden apelar su designación de combatientes en la justicia civil a través de un pedido de hábeas corpus.

En el nuevo sistema legal de Bush, existen dos tipos de combatientes enemigos: los combatientes legales y los ilegales. Los combatientes ilegales, o sea los presuntos terroristas, no tienen derecho a ampararse en la convención de Ginebra ni pedir hábeas corpus. Los combatientes ilegales sólo tienen derecho a ser juzgados por tribunales militares designados a dedo por el presidente. Bush implantó este sistema por medio de una serie de decretos entre fines del 2001 y principios del 2002. El año pasado la Corte Suprema le propinó un golpe a este sistema. Decidió que los tribunales militares designados por Bush eran ilegales porque no tenían aprobación del Congreso. Entonces Bush, semanas antes de las elecciones legislativas en las que perdió su mayoría, hizo pasar de apuro una ley en el Congreso que refrendaba la idea de los tribunales especiales para combatientes ilegales.

Pero la semana pasada el sistema sufrió otro traspié: los mismos jueces nombrados por Bush se declararon incompetentes en tres casos, los primeros en llegar a juicio desde que se abrió la cárcel de Guantánamo. Dijeron que ellos sólo tenían competencia para juzgar a “combatientes enemigos ilegales”, pero nadie había determinado qué clase de combatientes enemigos eran los prisioneros de Guantánamo. El panel militar que había revisado las detenciones había determinado que eran “combatientes enemigos” pero nada había dicho sobre “legales” o “ilegales”. La ley antiterrorista aprobada de apuro tenía un agujero, o más bien un buraco.

Mientras tanto, en el nuevo Congreso con mayoría opositora cada vez más legisladores pedían el cierre de la cárcel de Guantánamo y la transferencia de los sospechosos a la justicia civil. Así las cosas, tuvo que dar la cara Dell’Orto.

“Transferir casos ante la Comisión Militar desde la cárcel de Guantánamo a los Estados Unidos continental debilitaría la habilidad de la nación para juzgar los crímenes de la guerra contra el terrorismo”, explicó el jefe de abogados del Pentágono, Daniel J. Dell’Orto, al Washington Post la semana pasada. “El sistema legal para civiles, tal como es, no está equipado para dispensar justicia en circunstancias caóticas o irregulares, o en un conflicto armado”, subestimó el abogado. Se puede decir que el letrado Dell’Orto subestimó el viejo sistema legal porque ese sistema ya juzgó y condenó a cientos de sospechosos de cometer actos de terrorismo desde el atentado a las torres a esta parte. Mientras tanto, las comisiones militares creadas para juzgar a los 380 prisioneros de Guantánamo resolvieron la situación judicial de un solo prisionero, y lo hicieron con un arreglo extrajudicial muy beneficioso para el prisionero, que resultó ser un ciudadano australiano, y que fue deportado a su país gracias a la fuerte presión que el gobierno de Canberra había ejercido para obtener su liberación.

A Bush todo esto lo tiene sin cuidado. Dice que va a vetar cualquier ley que cambie el estatus en Guantánamo. Sus abogados aclaran que su idea es juzgar como mucho a 60 de los 380 prisioneros en la base militar. Para el resto, la idea es que permanezcan detenidos mientras dure la “guerra al terrorismo”. Si los 60 privilegiados no llegan a juicio por un tecnicismo, ¿cuál es el problema? Que esperen hasta el final de la guerra, si es que alguna vez termina, y que se acostumbren a la tortura. ¿Y la gran democracia de Occidente? Bien, gracias, volverá cuando termine la crisis de confianza. O sea, ya fue.

“El gobierno reclama el derecho de poner bajo custodia militar sin ningún cargo a cualquier persona acusada de apoyar o formar parte de una organización hostil a los Estados Unidos. Se trata de un acto arbitrario del Ejecutivo que borra de un plumazo los controles que protegen a los ciudadanos de detenciones arbitrarias”, explica Jen Daskal, directora de Human Rights Watch, al teléfono desde Washington. Daskal estuvo en Guantánamo la semana pasada para observar los juicios que terminaron en nada.

“Hay casi 400 prisioneros en Guantánamo. La mayoría está allí desde hace más de cinco años sin poder apelar las causales de sus detenciones. Muchos no se sabe de dónde vinieron ni en qué condiciones fueron detenidos”, cuenta.

Daskal alerta sobre la gravedad de la situación. “Lo que pasa en Guantánamo ha erosionado significativamente la autoridad moral de Estados Unidos y ha servido de leitmotiv para los reclutadores de terroristas en todo el mundo.”

El mundo es prisionero de Guantánamo. La democracia sufre torturas a plena luz del día. El nuevo orden legal de Bush es una parodia grotesca de lo que significa impartir justicia. Condenada a hipocresía perpetua, toda una cultura, toda una civilización se atrapó en Guantánamo y ahora no sabe cómo salir.

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