EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
No pasa muy seguido que una derrota militar en una guerra civil sea considerada como una oportunidad para los perdedores, pero la situación en Medio Oriente da para todo. Esta semana, Palestina quedó partida en dos, política, geográfica, ideológica y militarmente. Tras una semana de enfrentamientos callejeros que produjeron más de cien muertos, tropas islamistas del partido Hamas tomaron por la fuerza los puestos de seguridad que controlaban sus rivales de Al Fatah en la Franja de Gaza. El liderazgo de Fatah se limitó a Cisjordania y desde allí el presidente Mahmud Abbas, que además lidera Fatah, disolvió el gobierno de unidad con Hamas, después de tres meses de difícil cohabitación. Nombró en su lugar un gobierno provisorio encabezado por el economista independiente Salaam Fayad e instó a Tel Aviv y Occidente a acelerar las negociaciones para la creación de un Estado palestino dispuesto a convivir con Israel. El nuevo gobierno se hizo fuerte en Cisjordania, mientras que Hamas y su líder, Ismael Haniye, quedaron en control de la Franja de Gaza. Ahora hay dos Estados palestinos.
En Gaza, con 1,5 millón de habitantes, la mayoría en campamentos de refugiados y bajo condiciones de extrema pobreza, gobierna un partido que ha sido declarado como organización terrorista por Estados Unidos, Europa e Israel, que no reconoce el Estado israelí y que por esas razones está aislado políticamente y asfixiado por un boicot económico que ya lleva más de un año.
En Cisjordania, donde viven 2,5 millones, hay menos pobreza, menos refugiados y el control militar lo sigue ejerciendo el ejército israelí, gobierna el nuevo niño mimado de Occidente. En tres días de existencia, el flamante gobierno palestino bis ha conseguido que Estados Unidos levante el embargo y le gire fondos para equipar su aparato de seguridad, y que Israel le destrabe más de 500 millones de dólares en impuestos retenidos desde el inicio del boicot.
El premier israelí Ehud Olmert y el presidente norteamericano George Bush declararon esta semana, tras reunirse en la Casa Blanca, que el nuevo gobierno que Abbas formó en Cisjordania representa una oportunidad única para lograr la paz en Medio Oriente y revivir la promesa que hizo Bush hace cinco años de “exportar democracia” a la región. Suena bien, pero hay ciertos detalles que no conviene pasar por alto.
Cuando Fatah ganó las elecciones palestinas en el 2005, Israel le dio la espalda. Lo consideraba, con razón, un partido débil, corrupto, incapaz de controlar a sus milicias y permeable a todo tipo de enjuagues y negociados. Al año siguiente Hamas sorprendió al mundo con una decisiva victoria legislativa que le dio el derecho a formar su propio gobierno. Ese gobierno fue inmediatamente denunciado y boicoteado por occidente. Así las cosas, las condiciones de vida en Palestina se deterioraron rápidamente y los cohetes caseros palestinos empezaron a llover sobre el sur de Israel. El secuestro del soldado Gilad Shalit en un puesto fronterizo en junio del año pasado derivó en una invasión israelí de los territorios palestinos, que a su vez encendió la guerra del Líbano, cuyo resultado inconcluso debilitó Tel Aviv y fortaleció a la guerrilla chiíta islamita libanesa de Hezbolá. Fue entonces que entró en escena el gobierno de Arabia Saudí, sunnita como Hamas y Fatah, para sellar un acuerdo en Mecca para un gobierno de unidad integrado por las dos facciones. Hamas aceptó ceder parte del poder que había ganado legítimamente en las elecciones con la esperanza de romper el aislamiento, pero el gesto fue ignorado por Israel y sus aliados. A pesar del optimismo inicial de Europa y la Liga Arabe, Tel Aviv, con apoyo de Washington, impuso su criterio de evitar cualquier negociación hasta que Hamas reconociera a Israel y renunciara a la violencia. Abandonado a su suerte, sin resultados para calmar la impaciencia de los más radicalizados, inflado de armas por un contrabando hormiga desde Egipto, el gobierno de unidad estalló a los tres meses. La guerra entre las facciones militares de los dos partidos produjo el quiebre y tanto Fatah como Hamas se declararon víctimas de un golpe de Estado.
En términos éticos el problema podría resumirse así: Israel y Occidente prefieren que los palestinos sean gobernados por Abbas y sus aliados, pero los palestinos prefieren que los gobierne Hamas y así lo demostraron en las urnas. El apoyo de Occidente a Fatah va en contra de su prédica de defender la democracia más allá de las ideologías.
En términos políticos el problema es más complicado. El nuevo primer ministro que acaba de nombrar Abbas no alcanzó ni el 3 por ciento de los votos en las elecciones del 2006 que ganó Hamas. Abbas también se encuentra en un momento de debilidad tras su contundente derrota militar y su coqueteo con Israel lo debilita aún más porque la mayoría de los palestinos considera que no ha conseguido nada a cambio: ni la libertad de los presos políticos ni la expulsión de los colonos israelíes de territorios palestinos, ni el retiro del ejército israelí de Cisjordania. Lo que ha conseguido Abbas, opinan sus detractores, es partir Palestina para servírsela en bandeja al enemigo, con Gaza convertida en una cárcel y Cisjordania en una colonia de Israel.
“Los palestinos votaron por Hamas el año pasado no porque aprueban sus slogans, ni porque quieren vivir en un Estado islámico, ni porque apoyan los ataques a civiles israelíes, sino porque Hamas no se contaminó con la complacencia hacia Israel y la corrupción de Fatah. Los líderes de Fatah son vistos como meros policías de una ocupación perpetua. Hamas ofrecía una alternativa”, escribió Sari Makdisi, profesora de la UCLA, en Los Angeles Times.
El panorama internacional tampoco es demasiado alentador para los partidarios de la idea de dos Palestinas. La novedad sorprende a los aliados de Abbas en un mal momento. Acosado por la derecha tras la debacle del Líbano, el premier israelí Ehud Olmert no tiene mucho margen para resucitar su plan de retirarse unilateralmente de Cisjordania. Y Bush, el presidente norteamericano, transita los últimos meses de un gobierno cada vez más repudiado. Resignado a buscar éxitos fáciles para maquillar su currículum, no va a arriesgar la poca iniciativa que le queda en el pantano de Medio Oriente, más allá de las declaraciones de ocasión.
Tampoco es seguro que el gobierno de Hamas en Gaza termine siendo el desastre que augura Occidente. Hamas es una organización más disciplinada y verticalista que Fatah y tal como sucedió con la OLP primero y Fatah después, el ejercicio del poder puede llevarlo a adoptar posiciones más moderadas hacia Israel y a un acercamiento con Egipto que sirva para aliviar el calvario que significa vivir en la Franja.
En Cisjordania puede ocurrir exactamente lo contrario. La falta de legitimidad de origen de su gobierno, sumada al desprestigio que le significa su apoyo a la ocupación israelí y a la falta de control sobre sus irascibles milicias, abonan el terreno para que Cisjordania se convierta en otro Irak, con una fuerza de ocupación asediada por atentados con coche bomba en medio de un escenario de guerra civil. Si las células dormidas de Hamas entran en acción en Cisjordania, será difícil para Israel ceder territorios y control militar.
Hasta la ayuda económica prometida puede convertirse en un boomerang. Los impuestos retenidos por Israel pertenecen a todos los palestinos. ¿Cómo hará el gobierno de Fatah para repartir la parte correspondiente a Gaza sin que pase por Hamas, que controla con mano de hierro todo lo que sucede en la Franja?
Con Palestina dividida, con la facción mayoritaria aislada del mundo y con Occidente jugado a favor de una burocracia enclenque y corrupta que perdió el favor de su gente, cuesta entender el optimismo de Bush y Olmert y su discurso de exportar democracia. Salvo que se lo mire desde la siempre vigente ideología colonialista de dividir para reinar, que no es lo mismo que exportar democracia.
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