Dom 11.11.2007

EL MUNDO  › EL PRESIDENTE PAQUISTANI DIO UN GOLPE Y COMBATIO EN DOS GUERRAS

Un general acostumbrado a la pelea

Pervez Musharraf es un hombre sin miedo. Así lo definen sus amigos, él mismo y hasta sus rivales en Pakistán. Su entrenamiento militar y su participación en las dos últimas guerras contra India forjaron su carácter pragmático y desconfiado de las largas negociaciones políticas, como le gusta repetir en las entrevistas. A pesar de continuar con una larga herencia de dictaduras, Musharraf demostró ser diferente. El golpe de Estado de 1999 no derramó ni una gota de sangre y las detenciones posteriores sólo se limitaron a las máximas figuras del gobierno anterior. Con una inteligencia que ya adelantaba el hábil dirigente político en el que se convertiría, el general fue modificando de a poco las reglas para instaurar una ley marcial encubierta.

Su infancia no fue la de un típico oficial paquistaní. Nació en Nueva Delhi, cuatro años antes que Pakistán y la India se separaran. Como eran musulmanes, él y su familia se mudaron de la floreciente capital a una pobre y superpoblada Karachi, la ciudad portuaria que años después se convertiría en el centro financiero del país. Gracias al trabajo de su padre en el nuevo Ministerio de Relaciones Exteriores paquistaní, pudieron evitar los difíciles primeros años de la República y se mudaron a Turquía. Allí se educó en colegios cristianos y se convirtió en un ferviente admirador de Kemal Atatürk. El fundador de la República turca había luchado contra dirigentes islámicos para instalar un Estado laico al estilo europeo, una empresa similar a la que Musharraf intenta realizar.

De vuelta en Pakistán, el dictador comenzó su carrera militar. A los pocos meses de graduarse fue enviado a pelear en Cachemira en la segunda guerra indo-paquistaní. Recibió una medalla al valor, que más tarde lo ayudó para ingresar en varios cursos de perfeccionamiento en Londres, en donde todavía mantiene buenos contactos. Para 1971, cuando estalló la última guerra con India, ya era comandante de una compañía.

En medio de las cruentas dictaduras de Yahya Khan (1969-1977) y de Mohammed Zia ul-Haq (1977-1985), ascendió hasta los primeros escalones del ejército. En el camino, construyó un lazo de lealtad con sus subordinados, que según analistas paquistaníes ha demostrado ser inquebrantable. En una entrevista con la revista Time, uno de sus oficiales recordó el ejercicio predilecto de Musharraf: “Nos pedía que nos acostáramos al lado de las vías, mirando al tren que se acercaba. ‘El tren no te va a tocar. Confía en mí’, nos decía. Los que se movían perdían su confianza”.

En 1998, la situación política en el país había superado la habitual crispación. El entonces primer ministro Nawaz Sharif parecía estar sumando más poder que ningún político civil en la historia. Había conseguido disminuir los poderes del presidente, de la Justicia e intentaba subordinar, de una vez y por todas, al todopoderoso ejército. Todo parecía ir bien cuando logró la renuncia del entonces comandante de las fuerzas armadas. Para reemplazarlo salteó a los mandos y eligió a un teniente general. Los asesores de Sharif recordarían más tarde que el ex primer ministro nombró a Musharraf porque no pertenecía a la tradicional casta de oficiales y eso le dificultaría juntar apoyos en un eventual sublevamiento. No podía estar más equivocado.

A los pocos meses de asumir como jefe de las fuerzas armadas, Musharraf parecía estar a un paso de alcanzar el sueño de todo soldado paquistaní. De forma clandestina, comenzó una campaña militar en Cachemira por medio de combatientes islámicos irregulares. Por primera vez, las fuerzas pro paquistaníes tenían las de ganar. El propio Sharif viajó a la región para felicitar a Musharraf. Sin embargo, la presión de Estados Unidos –un aliado incondicional de India– hizo que el premier diera un giro sorpresivo y anunciara públicamente la retirada de tropas de Cachemira.

Los rumores de un golpe no tardaron en aflorar y Musharraf aprovechó el primer desliz del ya desacreditado primer ministro. En medio de la crisis económica y la lluvia de denuncias de corrupción, muy pocos repudiaron el golpe en Pakistán. A diferencia de dictaduras anteriores, no hubo fusilamientos y las detenciones se ciñeron a Sharif y sus principales aliados. La Asamblea Nacional fue cerrada y los tribunales quedaron bajo el mando del nuevo líder del Ejecutivo, Musharraf. Los medios siempre siguieron funcionando aunque, según un informe de Human Rights Watch, comenzaron a ser hostigados sistemáticamente por funcionarios del régimen de facto.

Con el tiempo, y cuando las críticas internacionales comenzaron a acallarse, Musharraf empezó a construir la verdadera dictadura. Ordenó que todos los jueces, incluso la Corte Suprema, juraran fidelidad al nuevo Orden Constitucional Provisional, es decir, a su mando. Los que no lo hicieron fueron removidos y nunca más pudieron ejercer. También creó la Ordenanza de Responsabilidad Nacional, una ley que permitía detener a funcionarios y dirigentes políticos acusados de corrupción durante tres meses sin juicio.

En 2001, el atentado de las Torres Gemelas hizo que Musharraf cambiara su estrategia. Se autodeclaró presidente y comenzó a acercarse al mundo en traje y corbata, haciendo gala de su buen inglés. Sin embargo, algunas cosas no cambiaron. El general sigue siendo el jefe de las fuerzas armadas y hace una semana volvió a demostrar que su poder está en las armas.

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