EL MUNDO › OPINION
› Por Albert Müller *
Una explicación no menor del triunfo electoral del kirchnerismo reside en la evolución de la economía: crecimiento sostenido, reducción del desempleo, recuperación del salario real (sobre todo en el sector privado formal) son argumentos que no requieren la explicación de un economista. La pregunta es en todo caso cuánto fue mérito de la política gubernamental.
Está claro que una parte importante corresponde a la notable expansión del comercio externo, un fenómeno que benefició en forma pareja a virtualmente todos los países sudamericanos. La duplicación o casi de las exportaciones en un lustro es un fenómeno general. Y si bien es real que la economía argentina creció más que cualquier otra, es cierto también que el punto de partida fue el final de una recesión inédita. Los términos de intercambio ayudaron, también: la balanza comercial sería superavitaria pero en niveles mucho más modestos, a los precios relativos de principio de siglo.
Pero hay créditos también para la política estatal. La renegociación de la deuda externa fue un paso esencial, y que podemos considerar exitoso; si la deuda indexada al producto crece, es también porque el producto crece. La persistencia en la política de tipo de cambio alto y diferenciado brinda resultados en lo interno y en lo externo. La aplicación de retenciones otorga holgura fiscal y controla precios internos; asimismo, este régimen cambiario incrementa la competitividad del sector industrial, cuyas exportaciones a precios constantes han crecido un 100 por ciento entre 2001 y 2007, bastante más que las de productos primarios. Retenciones y creciente impuesto a las ganancias han reducido en algo el tradicional sesgo regresivo de la tributación.
Seguramente, esta política económica es importante. Todo esto se diluiría si hiciéramos caso de las voces que proponen una inmediata apreciación cambiaria; el homo neoliberalis argentino tropieza no dos, sino varias veces con la misma piedra. Pensemos qué habría sido de la Argentina si hubiera vencido cualquier otro presidenciable en 2003.
Pero hay otro gran aprendizaje de estos cuatro años, que debemos en algún grado a la conducción política: plantear en el discurso la necesidad de un nuevo modelo. Un debate tardío y obvio, si se quiere, después de la explosión de la Convertibilidad, pero que ni siquiera había asomado en la campaña de 2003. Hoy día discutimos hacia dónde debe ir la Argentina, y aun el homo liberalis reclama planes y estrategias, cuando en el pasado se decía en esos ambientes que la mejor política industrial era no tenerla. Tal vez hubo una suerte de “aprendizaje inconsciente”, a partir de la dura experiencia de 2002, donde vimos que la salida de la crisis fue conducida por un Estado que ya nada tenía por perder. Lo cierto es que –más allá de antecedentes y convicciones de los actores– esta cuestión quedó instalada, y de hecho estuvo presente en la reciente campaña electoral, aunque no con la centralidad que merecería.
Es imperioso que este debate se amplíe, porque el camino de ahora en más no es recorrer más de lo mismo. Las economías complejas y diversificadas como las nuestras requieren una batería de instrumentos bastante más sofisticados que los empleados hasta aquí y, por sobre todo, más sintonizados con el largo plazo. Además, un patrón de crecimiento con inclusión necesita de un Estado fortalecido en sus capacidades, que pueda rendir cuenta de sus decisiones, superando errores e improvisaciones; algo que todavía no vemos. Las únicas decisiones concretas que registramos hasta aquí han sido el incremento de recursos para ciencia y tecnología. Decisiones en otros ámbitos –tales como la infraestructura– esperan todavía un marco de análisis apropiado, de carácter estratégico. Y la cuestión distributiva dista de estar resuelta. Es inadmisible que la pobreza estructural y la exclusión tomen alrededor de un quinto de la población.
La bonanza externa probablemente ceda alguna vez, como todas las bonanzas. Debemos capitalizarnos estos años, entonces, para transformar la golpeada estructura económica de la Argentina e instalarnos en una senda donde el crecimiento se cimente tanto sobre el mercado interno como el externo, y sobre nuestra rica dotación de recursos naturales y humanos. Este es un proceso que requiere conducción, orientación y concentración de esfuerzos, algo para lo cual hace falta un Estado no sólo con convicción política, sino también con capacidad.
* Plan Fénix.
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