EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Fue un debate entre el presente y el pasado, en el que el futuro brilló por su ausencia. Tanto el candidato del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, como el del Partido Popular, Mariano Rajoy, utilizaron el histórico debate electoral español para descalificar lo hecho por el gobierno del adversario, cuando al adversario le tocó gobernar. Y no lo hicieron en términos amables. “Hipócrita”, “mentiroso”, demagogo”, “inmoral” fueron algunos de los insultos que se intercambiaron.
En ese juego, más allá de lo que digan las encuestas, para quien esto escribe Zapatero fue doblemente ganador.
Primero, porque la comparación entre los dos gobiernos, tanto en performance económica, como en la agenda social y política exterior, el socialista pudo exhibir logros innegables, ante los cuales el conservador sólo atinó a decir, un par de veces, “no se esconda detrás de cifras macroeconómicas”, como si el crecimiento económico, la baja del desempleo y las leyes y programas para jóvenes, mujeres y pobres que el PP no supo impulsar, fueran meras cortinas de humo.
El segundo triunfo de Zapatero fue dejarse llevar mansamente por Rajoy al terreno más desfavorable para el líder conservador, el del intercambio de agravios y golpes bajos, el de la crispación permanente, el de la intolerancia. Grosso modo, mientras Zapatero dedicó el 70% de su tiempo a defender los logros de su gobierno y el otro 30% a fustigar las políticas del PP como fuerza opositora y bajo el gobierno de José María Aznar –del cual Rajoy fue un prominente ministro– el candidato conservador invirtió el porcentaje e insistió una y otra vez con sus caballitos de batalla: la estigmatización de los inmigrantes y el fracaso de la negociación del socialista con el grupo terrorista-separatista ETA.
Zapatero contestó con la fábula del PP sobre la supuesta participación de la guerrilla vasca en el atentado del 11-M, el apoyo de los populares a la guerra de Bush y otras bellezas. Después de cada estocada Zapatero sonreía con picardía y sus ojos azules encendían su rostro aniñado. En cambio, cuando Rajoy lanzaba mandobles con voz grave y arenosa, parecía que le crecía la barba, que la corbata rojo furioso le saltaba de la camisa, que sus anteojos apenas podían contener la ira que escupían sus ojos. Por el lenguaje corporal, parecía un replay del famoso debate entre Kennedy y Nixon en el ’60.
Rajoy acusó a Zapatero una y otra vez de no hacer absolutamente nada, como si su gobierno funcionara en piloto automático. Zapatero enumeró leyes y programas, mostró su iniciativa política en el tema de los estatutos autonómicos y fustigó a su rival repetidamente por su mezquindad política que lo llevó a boicotear cualquier política de Estado.
Rajoy habló de la deuda educativa y dijo que hay que cambiar el modelo para que se base más en el mérito y el trabajo. Fue su propuesta más específica en dos horas de debate. Zapatero no fue mucho más lejos con las promesas electorales: apenas habló de un subsidio que crearía para reactivar la economía, similar al que acaba de lanzar Bush en Estados Unidos.
Rajoy aprovechó para endilgarle la crisis en el mercado inmobiliario. Zapatero explicó que la “desaceleración económica” se debe a la recesión mundial y que España está mejor preparada para salir de ella que ningún otro gobierno de Europa porque sigue creciendo, sus cuentas están en orden y se ha logrado un fuerte superávit para pasar los malos momentos.
Y así fue transcurriendo el debate, entre insultos y chicanas, con un Zapatero confiado y provocador, y un Rajoy por momentos desbocado y muy poco original.
No quedó para nada claro qué haría Rajoy distinto a lo que ya hizo Aznar ni cuál es su oferta superadora con respecto a lo que viene haciendo Zapatero. Retrotrajo el reloj a cuatro años atrás y Zapatero aceptó gustoso el convite. Es que en el 2004 ya había quedado claro en las urnas que ese debate lo ganaron los socialistas.
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