Mié 09.10.2002

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINION

La región más sobria

Por James Neilson

Si bien muchos están festejando la proeza electoral de Lula, la mayoría lo hace por motivos que son más deportivos que políticos: lleva su camiseta. Décadas de experiencia le han mostrado que las mejoras logradas por un buen gobierno, en el caso de que las haya, serán modestas y tal vez pasajeras, mientras que los costos de un fracaso pueden ser inconcebiblemente altos. Es que no sólo el Brasil sino toda América latina ha cambiado al replegarse los capitales extranjeros y hacerse más competitivos los mercados internacionales. Ya no es la región de las transformaciones milagrosas, trátese de revoluciones o de golpes militares, de recetas voluntaristas o neocapitalistas, sino de la conciencia generalizada de que si tiene mucha suerte el futuro podría resultar levemente menos malo que el presente. Aunque políticos profesionales e intelectuales nostálgicos siguen haciendo cuanto pueden para mantener encendidas la viejas ilusiones, los demás no las toman en serio.
El gran problema latinoamericano, la fuente de buena parte de sus males, consiste en que por una multitud de razones los países de la región aún no dominan los artes colectivas necesarias para prosperar en una época netamente economicista. No hay –¿podría haber?– ningún equivalente latinoamericano de Microsoft o Sony. Sin embargo, virtualmente todos quieren consumir como norteamericanos, europeos occidentales o japoneses, con el resultado de que una pequeña élite se ha apropiado de la parte del león de lo poco que está disponible, dejando al resto nada salvo algunas sobras. Los esfuerzos por remediar esta situación viviendo al fiado han servido para que las deudas sean insoportables. Depender de los recursos propios, emulando a los países asiáticos, exigiría un grado de disciplina y austeridad que horrorizaría a reaccionarios y progres por igual.
Si el eventual gobierno de Lula opta por redistribuir, aunque fuera muy poco, enfurecerá a la “clase alta” y asustará a los inversores. Incluso si no lo hace, su reputación asegurará que los poderosos le imputen la responsabilidad por los desastres que bien podrían producirse en los próximos meses al secarse los mercados de crédito internacionales sin los cuales el Brasil se quedaría exangüe. Una opción sería erigirse en el gran denunciante del imperialismo yanqui, pero los beneficios serían meramente emotivos. Otra, acaso la menos inútil, sería emular a Cardoso, que –no lo olvidemos– inició su gestión como una gran esperanza progre antes de convertirse en el conservador, cuando no el “neoliberal” paladín del “modelo”, de la propaganda de sus muchos adversarios.

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