EL MUNDO
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Triunfadores morales
Por James Neilson
Si en 1938 el Imperio Británico, armado hasta los dientes, se hubiera abalanzado sobre el Tercer Reich so pretexto de que por ser el Führer un peligro para el género humano a todos les convendría un cambio de régimen para privarlo de la capacidad de sembrar muerte y destrucción en Europa, los años siguientes hubieran sido mucho menos atroces aunque, claro está, todos los bien pensantes hubieran acordado que los sujetos responsables de tamaño atropello eran brutos arrogantes que habían exagerado groseramente la maldad del excéntrico reformador teutón. Es que desde el punto de vista de la mayoría, para que una amenaza sea convincente es necesario que se concrete primero, mientras que desde aquel de una minoría pertinaz incluso la confirmación plena de los peores vaticinios no será suficiente: en ciertos círculos, los esfuerzos de las democracias occidentales por impedir el triunfo de los bolcheviques rusos aún ocasiona más indignación que el genocidio serial de Stalin.
George W. Bush, Tony Blair y muchos integrantes del establishment anglosajón creen que si el siglo XX nos enseñó algo, esto fue que es mejor desbaratar los peligros antes de que los costos de hacerlo se vuelvan excesivos, de ahí su agresividad frente a Saddam Hussein y su cautela ante los riesgos mayores planteados por el norcoreano Kim Jong Il, monarca que de sentirse ofendido ya podría incinerar a millones de surcoreanos y japoneses. Otros, empero, prefieren creer que las cosas no son tan terribles como dicen algunos políticos en Washington y Londres, que si bien Saddam es un tirano sanguinario no hará nada estúpido y que por loco que fuera Kim nunca se le ocurriría desencadenar una catástrofe planetaria. ¿Quiénes tienen razón? Acaso la única forma de descubrir la respuesta a este interrogante fundamental consistiría en dejar a Saddam –y a Kim– en paz para que tengan la oportunidad para mostrarnos si son realmente malos o si sólo son tigres de papel, productos de la imaginación febril de los belicistas, pero parecería que Bush no se inclina por darles el beneficio de la duda. Si opta por actuar y todo anda de manera tan inocua como prevén sus simpatizantes, serán muchos los pacifistas que sentirán alivio: además de no tener que preocuparse por lo que sería capaz de hacer Saddam en el caso de que consiguiera aquellas “armas de destrucción masiva” de que se habla, podrán continuar protestando con furia contra la beligerancia patológica de los norteamericanos a sabiendas de que tal actitud principista les asegurará la plena aprobación de sus contemporáneos y, quizás, la de las generaciones futuras también.
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