EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Hasta ahora tibia en las calles, se espera que la segunda vuelta de las elecciones presidenciales brasileñas empiece a ganar fuerza y calor a partir de ahora. Faltan menos de quince días para que se decida quién sucederá a Lula da Silva, quien llega a la recta final con 81 por ciento de aprobación popular.
Buen ejemplo de esa movilización ocurrió en la noche del pasado lunes, en Río de Janeiro. En el Teatro Casa Grande, espacio tradicional de resistencia en tiempos de la dictadura, alrededor de 1200 personas desbordaron butacas y pasillos (la capacidad es de 950 lugares). Nombres capitales de las artes y de la cultura, que hasta ahora estuvieron al margen de la campaña, se reunieron en apoyo a Dilma Rousseff, del PT. El teólogo Leonardo Boff y el compositor Chico Buarque fueron las principales estrellas de la noche, pero nadie pudo superar, en aplausos, al arquitecto de Brasilia, Oscar Niemeyer quien, a sus 103 años, permaneció en la mesa de honor durante casi tres horas. Se mantuvo, así, la tradición del PT de movilizar apoyo mayoritario entre artistas e intelectuales. En dos semanas, los convocadores del manifiesto de apoyo a Dilma reunieron más de diez mil firmas, entre artistas y gente del medio académico.
La disputa en la segunda vuelta tiene características curiosas. Hasta ahora, la más evidente, la agresividad de los candidatos, con destaque para José Serra. Otra más: el juego sucio disparado por la derecha, utilizando por primera vez de forma eficaz la Internet y los folletos anónimos o casi. El pasado lunes fueron aprehendidos, por la Policía Federal, un millón de volantes supuestamente firmados por la Confederación Nacional de Obispos Brasileños, recomendando que no se votara a Dilma. Detalle: la gráfica donde los folletos fueron aprehendidos pertenece a la mujer de uno de los coordinadores de la campaña de Serra.
El arsenal disparado por el opositor contra Dilma Rousseff es esencialmente de ese tenor, reforzando que ella sería favorable al aborto y al matrimonio gay, dos temas que movilizaron, en vísperas de la primera vuelta, inmensos contingentes de evangélicos, lo que contribuyó de forma decisiva a impedir su victoria (pese a la inmensa delantera de casi 15 millones de votos).
No haber logrado ganar en la primera vuelta causó fuerte impacto en las filas de la candidata y en la militancia del partido. En los primeros días que siguieron, se notaron claramente un renovado ímpetu del lado de Serra y una especie de parálisis en el de Dilma. Fue cuando recrudecieron las acusaciones de bajísimo nivel, súbitamente estancadas –al menos en su impulso– cuando se divulgó que la esposa de Serra, la bailarina chilena Mónica Allende, habría practicado un aborto. Es que días antes, al manifestarse contra el aborto, la misma Mónica Allende había acusado a Dilma de querer “asesinar a niñitos”. Al mismo tiempo, se trajo a la superficie la historia de un ex asesor de Serra en el gobierno de San Pablo, acusado por dirigentes de la cúpula del PSDB de haber desviado cuatro millones de reales (unos nueve millones de pesos) de fondos ilegales de su campaña electoral.
Ese escenario burdo se complementa con imágenes de un José Serra súbitamente transformado en católico fervoroso (llegó a comulgar tres veces en un mismo día delante de las cámaras de periodistas), capaz de distribuir folletos donde estampó la frase “Jesús es la fuerza y la verdad” y, abajo, su firma. Dilma, a su vez, se comprometió junto a dirigentes de las iglesias católica y evangélica a no tomar ninguna iniciativa dirigida a legalizar el aborto y el matrimonio gay. Semejante retroceso en las biografías de ambos candidatos muestra el tono adquirido por la disputa.
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