Mié 02.02.2011

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINIóN

¿Una revolución en ciernes?

› Por Robert Fisk *

Desde El Cairo

Fue un desfile victorioso pero sin victoria. Vinieron en centenares de miles, dichosos, cantando, rezando por todos los suburbios de Egipto, por todos los barrios, esperando pacientemente para atravesar los controles de seguridad, vestidos con los colores rojo, blanco y negro de la bandera egipcia. ¿Había un millón? Quizás. A lo largo del país, seguramente los había. Fue, todos estamos de acuerdo, la mayor manifestación en la historia de Egipto, el último tirón para que el país se deshaga de su no amado dictador. El único defecto de la movilización es que, al atardecer, ya se sabía lo que traería la noche consigo: Hosni Mubarak se seguiría autoproclamando “presidente” de Egipto.

Es cierto, más tarde nos diría que se iba a quedar hasta las próximas elecciones, una promesa que no será aceptada por la gente que él dice amar. La población de Egipto había dicho en un principio que ésta sería “la marcha de un millón” hasta el Palacio Presidencial o a la propia residencia presidencial de Heliopolis. Pero fue tan grande la multitud que los organizadores, unos 24 grupos opositores, decidieron que el peligro de sufrir ataques era demasiado grande. Más tarde, denunciaron que habían descubierto una camioneta llena de hombres armados en las inmediaciones de la plaza Tahrir. Todo lo que yo pude encontrar fueron 30 seguidores de Mubarak que gritaban su amor por el país, custodiados por una guardia de más de 40 soldados.

Los gritos de aborrecimiento ya se le están volviendo familiares a Mubarak, los carteles siguen siendo más intrigantes. “Ni Mubarak, ni Suleimán y no necesitamos a Obama pero no nos disgustan los Estados Unidos”, anunciaba uno generosamente. “Afuera todos ustedes, incluidos sus esclavos”, decía otro. Lo que sí encontré fue un patio cubierto por hojas de tela blanca, donde los escribas políticos podían escribir con spray sus propios slogans por menos de un dólar. Las casas de té que están detrás de la estatua de Talat Harb estaban llenas de clientes que discutían apasionadamente sobre política egipcia. Podría disfrutar de estas cosas todo el día, la revolución en ciernes. ¿O es un levantamiento o una explosión, como un periodista local me la describió?

Había demasiados elementos de este evento político sin precedentes que se destacaban. En primer lugar, el secularismo de todo el asunto. Las mujeres con sus velos caminaban felizmente al lado de chicas con melenas flameando sobre los hombros; los estudiantes junto a un imán y a hombres cuyas largas barbas serían la envidia de Osama bin Laden. Los pobres en sandalias y los ricos vistiendo sus trajes, todos apretujados dentro de las masas que gritaban. Una amalgama del Egipto real divido, hasta el momento, en clases y en la envidia que el régimen fomenta. Habían hecho lo imposible –o, al menos, lo creían– y, de alguna forma, ya habían cosechado su revolución social.

Después estaba la ausencia del islamismo, que persigue desde las esquinas más oscuras del Occidente, fomentando como es habitual por Estados Unidos e Israel. Mientras mi celular vibraba una y otra vez, era la misma vieja historia. Cada presentador radial, cada sala de prensa, quería saber si los Hermanos Musulmanes estaban detrás de esa manifestación épica. ¿Se harán cargo los Hermanos de Egipto? Les respondí la verdad. Era basura. Por qué. Ellos podrían obtener un 20 por ciento en una elección, 145 miembros en una población de 80 millones.

Un grupo de egipcios angloparlantes me rodearon durante una de las entrevistas y se desplomaron en una carcajada tan fuerte, que tuve que terminar la comunicación. Por supuesto, no hizo ninguna diferencia cuando expliqué que el amable y humano canciller israelí, Avigdor Lieberman –que una vez dijo que “Mubarak se puede ir al infierno”– podría al final salirse con la suya, al menos políticamente. La gente estaba abrumada, con vértigo por la velocidad de los acontecimientos.

También lo estaba yo. Allí estaba, de vuelta en la intersección de atrás del Museo de Egipto, donde cinco días antes me atraganté con gases lacrimógenos que fueron disparados por los matones de la policía de Mubarak, los policías que antes solían ser convictos y drogadictos. Esos cartuchos fueron lanzados para golpear y aplastar las cabezas y las caras de los manifestantes desarmados, a quienes desalojaron de la plaza Tahrir y desataron el levantamiento egipcio. De regreso, no escuchamos ningún apoyo de estos hombres y mujeres valientes. Tampoco lo escuchamos ayer.

Sorpresivamente, hubo poca evidencia de hostilidad hacia Estados Unidos, a pesar de las bufonadas verbales de Barack Obama y de Hillary Clinton de los últimos ocho, días que podrían haberlos acarreado. Uno hasta podría sentir lástima por Obama. Seis meses después de su investidura se reunió en El Cairo con la democracia que predicó, unos días atrás pidió la salida de este dictador de tercera categoría. Las multitudes han hecho flamear a los Estados Unidos como a las banderas de Egipto y Washington hizo lo imposible: habría transformado el actual odio norteamericano (Afganistán, Irak, la guerra al terrorismo) en la más benigna relación que los Estados Unidos disfrutaron en los suaves años ’20 y ’30 y, a pesar de su apoyo a la creación de Israel, lo habría transformado en la calidez que existió entre los árabes y los estadounidenses durante los años ’60.

Pero no. Todo esto fue dilapidado por la debilidad y la cobardía en Washington, que contrasta con el coraje de millones de egipcios que trataron de hacer lo que desde el Occidente les demandamos: convertir sus dictaduras polvorientas en democracias. Ellos apoyaron la democracia. Nosotros apoyamos la “estabilidad”, la “moderación”, el liderazgo firme (un Saddam Hussein dietético), la reforma “suave” y los musulmanes obedientes.

El fracaso del liderazgo moral occidental –bajo el falso temor a la islamización– podría mostrarse como una de las grandes tragedias del moderno Medio Oriente. Egipto no es antioccidental. Ni siquiera es particularmente antiisraelí, aunque esto podría cambiar. Pero una de las lacras de la historia involucrará ahora a un presidente que le tendió la mano al mundo islámico y luego cerró el puño cuando se enfrentó a una dictadura y exigió democracia.

Esta tragedia puede continuar en los próximos días mientras los Estados Unidos y Europa le den su apoyo al sucesor elegido por Mubarak, el jefe espía y el negociador con Israel, actual vicepresidente Omar Suleimán. Llamó, como sabíamos que haría, a conversaciones entre todas las facciones y hasta se preocupó por sonar parecido a Obama.

Pero todos en Egipto saben que su administración será otra junta militar, en la que los egipcios serán invitados a confiar para que les asegure las elecciones libres y justas que Mubarak nunca les dio. ¿Se puede pensar que el favorito de los israelíes vaya a darles a estos millones la libertad y la democracia que exigen? ¿O que el Ejército, que tan lealmente los cuidó hoy, le dará ese apoyo acrítico a esa democracia cuando recibe 1300 millones de dólares al año desde Washington? Esta maquinaria militar, que no peleó una guerra en 38 años, está subentrenada y sobrearmada, con equipamiento obsoleto, a pesar de que los flamantes tanques M1A1 estuvieron ayer en exposición y están profundamente arraigados en la sociedad de las grandes empresas, de los hoteles, de los complejos de viviendas, de todos los premios que reciben los generales preferidos por el régimen de Mubarak.

¿Qué estuvieron haciendo ayer los estadounidenses? Rumor: los diplomáticos estadounidenses estaban en camino para negociar entre el posible futuro presidente Suleimán y los grupos de oposición. Rumor: están reclutando a más infantes de marina para defender a la embajada de Estados Unidos ante un ataque.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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