EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Oscar Guisoni
“Si Zapatero hubiera renunciado antes de llevar a cabo el ajuste, hoy sería un héroe para la izquierda española.” El análisis, más que profético, partió a finales de 2010 de Izquierda Socialista, la única corriente realmente a la izquierda que queda en el PSOE. Apenas habían pasado unos días del estrepitoso porrazo que se había llevado el gobierno en Bruselas, cuando llegó ante la Comisión Europea con una propuesta keynesiana para salir de la depresión y volvió a casa con un ajuste salvaje para calmar a los mercados. A partir de ahí todo fue caer por el tobogán del descrédito para los socialistas.
El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero no podría haber comenzado mejor. Con los trenes de Atocha aún humeantes luego del peor atentado islámico cometido en la península, en marzo de 2004, y con el gobierno del conservador José María Aznar intentando culpar a la ETA de un ataque que se había producido para castigar su participación en la guerra de Irak promovida por sus amigos George Bush y Tony Blair, el capital político del joven dirigente socialista parecía no tener fin.
La economía estaba montada en una burbuja inmobiliaria que nadie intentó desinflar a pesar de las advertencias de los analistas más lúcidos y la política era un coto de caza mayor con el Partido Popular en desbandada y la opinión pública expectante ante un primer ministro nieto de un republicano fusilado durante la Guerra Civil que se atrevía a revisar el sangriento conflicto que marcó el siglo XX español con su ley de la Memoria Histórica, reabría las fosas comunes del franquismo, proclamaba el matrimonio homosexual, desafiando abiertamente a la Iglesia, y ampliaba los márgenes del Estado de Bienestar con la ley para asistir a los dependientes afectados por incapacidades físicas, los 2500 euros a las embarazadas y la devolución de impuestos a la agradecida clase media que no se cansaba de castigar las tarjetas de crédito en el Corte Inglés.
Cuando llegó la campaña electoral de 2008 la economía ya había comenzado a crujir, pero el optimismo de Zapatero le impedía reparar en las grietas. Tampoco quiso poner parches cuando comenzaron a verse las primeras goteras. Pero el capital político del que disponía era tan grande, y la mediocridad de su principal contendiente, Mariano Rajoy, tan patente, que volvió a ganar, incluso por más margen que la primera vez. Con los números en la mano tuvo entonces una oportunidad que desperdició para reconocer que la cosa estaba peor de lo que había admitido.
Mientras los gigantes financieros americanos se despeñaban al precipicio y una ola de nacionalizaciones de bancos llegaba hasta el mismísimo Reino Unido, él se empeñó en negar la crisis, hasta que el agua le llegó hasta el cuello y ya no pudo seguir con su terco optimismo. Mientras tanto habían pasado dos años interminables en los que el desempleo se había disparado, las empresas quebraban sin contención y el sistema bancario se rompía por el lado más débil: las cajas de ahorro regionales, que concentraban más de la mitad del mercado bancario y habían sido usadas por los dirigentes políticos como instrumento de clientelismo descarado.
Su primera reacción ante la evidencia del cataclismo fue apelar al keynesianismo, dejándose llevar por la ilusión óptica de los primeros momentos del crash. Diseñó un plan de inversiones públicas y afirmó contra viento y marea que él no haría recortes en el Estado de Bienestar y que era posible salir del atolladero sin tirar por la borda todo lo que se había construido en las últimas décadas. Pero los mercados son implacables y el PSOE es un partido demasiado acomodado al sistema como para tener con qué enfrentarlos. Hijo socialdemocrata de la transición impulsado para dejar en los márgenes al Partido Comunista, su socialismo clasemediero sólo funciona en tiempos de vacas gordas. Fue así como al descrédito de haber negado lo evidente Zapatero tuvo que sumar la vergüenza del rebote en Bruselas, de donde su ministra de Economía Elena Salgado volvió con el rabo entre las piernas dispuesta a aplicar un ajuste neoliberal en toda regla que incluyó rebaja de salarios a los funcionarios, recortes de beneficios sociales, suspensión de los incentivos keynesianos a las empresas. Así llegó a las elecciones municipales del 22 de mayo. Quince días antes de esos comicios las encuestas le daban perdedor al PSOE pero por los pelos –hasta abril incluso él ganaba en una hipotética contienda presidencial contra Rajoy–. Entonces anunció en plena campaña que no volvería a presentarse en 2012. Lo hizo con el objetivo de aliviarle a su partido un castigo en clave nacional que lo dejara como quedó: sin poder municipal ni regional. Y una semana antes llegaron los indignados y se instalaron en las plazas y sacudieron tanto la conciencia de la adormecida izquierda social que todos los pronósticos fueron pocos y el PSOE se cayó por el despeñadero, obteniendo el peor resultado de su historia. El adelanto electoral, a partir de ese momento, fue una consecuencia inevitable, una agonía más de las tantas que negó hasta el final y que al final le terminaron ganando la partida.
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