EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Luego de 25 años de gobiernos encabezados por civiles, Guatemala, con su larga y perversa tradición de dictaduras sanguinarias y genocidas, vuelve a tener a un militar en la presidencia. Esta vez, no será un general amparado por el poder de los fusiles: Otto Pérez Molina ha sido electo, el pasado domingo, por 54 por ciento de los votantes. Y no será cualquier general: trátase de un profesional con sólida formación en los centros de entrenamiento norteamericanos, especializados en contrainsurgencia, y de trayectoria ampliamente conocida. Tan conocida, dicho sea de paso, que mereció una contundente condena de la Corte Interamericana de Justicia, a raíz de los crímenes de lesa humanidad que cometió mientras comandó una base militar en la región del Quiché, en los años ’80, cuando se registraron asesinatos masivos, principalmente de indígenas. Después, en una irónica coincidencia, Otto Pérez Molina ha sido el representante del ejército en las negociaciones con la guerrilla de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, de donde salieron los acuerdos de paz firmados en diciembre de 1996.
En su campaña electoral, el discurso del general vencedor –en retiro, por cierto, pero siempre general– se basó en dos puntos. Primero: es necesario terminar con la violencia y el crimen. Segundo: es necesario fortalecer las instituciones y salvar las finanzas.
Tiene razón el general: con la media de 52 asesinatos por cada cien mil habitantes, Guatemala es uno de los países más violentos del mundo. Con relación a las instituciones y a las finanzas, mejor ni mencionarlas. Luego de la guerra civil que duró 36 años y dejó más de 200 mil muertos, lo que emergió de los acuerdos de paz de 1996 ha sido un país en harapos, con instituciones en ruinas y finanzas devastadas por gastos militares lunáticos y corrupción crónica. Los 25 años de gobiernos civiles han sido un tiempo de incapacidades. La situación no hizo más que empeorar, con fugaces instantes de tregua que pronto han sido sucedidos por otros, de más naufragio.
Resta por saber lo que significa, para Pérez Molina, aplicar mano de hierro para acabar con la violencia, tal y como prometió en la campaña.
¿Perseguir a las pandillas de delincuentes juveniles, las maras y los carteles del narcotráfico solucionará la epidemia de violencia? A propósito, ¿las fuerzas de seguridad pública, sin preparación y de-sorganizadas, lograrán algo contra los carteles bien preparados, bien organizados y bien armados? ¿No habrá otros flagelos, además de la violencia, que sean al mismo tiempo causa y efecto de esa brutalidad sin límites?
El cuadro social de Guatemala es, más que desalentador, desesperante. El país está al borde de la bancarrota absoluta, económica, política, social, moral. A lo largo de su gobierno, que culmina en enero, el frágil socialdemócrata Alvaro Colom intentó que el Congreso aprobara un proyecto de reforma fiscal. Enfrentó la dura resistencia de los representantes de la oligarquía más recalcitrante y de los dueños de los grandes negociados, y perdió. La evasión fiscal seguirá impune, de las poderosas empresas, de la banca, de las multinacionales, y también de la economía informal, que representa la mitad de la mano de obra del país.
La deuda social es tenebrosa. Vale repetir lo ya dicho y redicho: la mitad de los 14 millones de guatemaltecos vive por debajo de la línea de pobreza absoluta. Entre indígenas de ciertas regiones, la proporción asusta más: llega a 80 por ciento. Los desnutridos rondan la casa de los dos millones, o sea, 25 por ciento de la población. Si se considera a los niños menores de ocho años, la proporción se duplica.
Los corredores de la droga están cada vez más transitados. La ineficacia fantasmagórica de las fuerzas de seguridad guatemaltecas contrasta con semejante eficiencia. Para los del narcotráfico, esas fuerzas de seguridad imponen el mismo temor que un frijol cocido. Casi todo lo que había de mejor y más cruel, las tropas de elite, fue cooptado por los capos del tráfico.
De cada cien mil guatemaltecos, 52 son asesinados. En esa contabilidad de pesadilla, el país pierde para El Salvador, con 69, y para Honduras, con 72. Pero puede lucirse tranquilamente entre los ocho países más violentos del mundo.
Pues ese pobre país de violencia y miseria será presidido, a partir del sábado 14 de enero del 2012, por un general acusado de crimen de lesa humanidad. Para los que creen en la redención absoluta de un ser con ese pasado, resta alguna esperanza. Para los que hubieran preferido ver a Otto Pérez Molina en una celda antes que en un palacio presidencial, resta una desesperanza helada.
En su discurso de victoria, Pérez Molina dijo que a partir de la primera mañana del primer día de su mandato el pueblo se dará cuenta de que tiene un presidente comprometido con defender la vida. Dicho por quien ha sido entrenado para matar –y que mató y mandó matar a centenares de gentes–, no deja de tener cierta gracia. Una gracia desgraciada.
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