EL MUNDO • SUBNOTA › LA TRAYECTORIA DE JOSé SERRA
› Por Eric Nepomuceno
José Serra podría presentar, con orgullo, una buena trayectoria política. Ha sido dirigente estudiantil en la juventud, se exilió con el golpe militar de 1964, se hizo economista, ayudó a otros exiliados cuando vivió su segundo golpe –el de Pinochet en Chile, en 1973– y, de regreso a Brasil, fue diputado, senador, ministro de Planificación, luego de Salud, candidato derrotado varias veces a la alcaldía de San Pablo, postulante aplastado a la presidencia en dos ocasiones, luego alcalde de San Pablo, luego gobernador; es decir, una trayectoria de idas y vueltas.
Pero, al final, lo que quedó como característica principal de su errática trayectoria es la intransigencia, la inflexibilidad y, en los últimos años, la admisión de la tesis de que, en la lucha política, cualquier arma es buena, sin importar los límites éticos que deberían existir hasta entre adversarios.
En su campaña para la presidencia en 2002, cuando fue aplastado por Lula, no se hurtó de utilizar subterfugios viles y de incurrir seguidamente en agresiones a otros países (Argentina, en especial), abriendo justificadas dudas sobre cómo serían sus relaciones con los vecinos en caso de victoria. Ya en 2010, esta vez contra Dilma, no tuvo titubeos a la hora de presentarse como católico radical (hubo días en que comulgó tres veces en tres misas distintas), adversario intransigente del aborto (olvidándose de que su mujer, en tiempos de persecución política en Chile, había optado por abortar), o como paladín cabal de la ética (olvidándose de que su hija y su yerno estaban denunciados por espionaje digital sobre las cuentas bancarias de centenares de miles de brasileños).
Se trata, pues, de un hombre público sin límites. Ahora mismo, abrió una causa judicial contra las redes sociales (blogs, portales, sites) que lo critican y defienden al candidato del PT en la disputa por San Pablo. Dice que son patrocinados por estatales, ministerios y empresas de capital mixto, o sea, por dinero público. Dice que no es admisible que se utilicen fondos públicos para alimentar partidos y gobiernos.
Se olvida, quizá, de que en sus tiempos de alcalde y luego de gobernador de la provincia de San Pablo, distribuyó a chorros dinero público para la prensa adiestrada, empezando por la editora Abril, que publica el semanario sensacionalista Veja que no hace más que practicar un denuncismo inconsecuente e irresponsable contra los gobiernos del PT.
Se olvida de su autoritarismo traducido en llamadas telefónicas a editores de periódicos determinando que reporteros sin fama pero correctos, que lo habían criticado, fuesen sumariamente fulminados. A los columnistas de fama sabía amenazarlos con otras armas.
El José Serra que se olvida de que en Brasil los grandes medios de comunicación están concentrados en manos de cinco familias no se olvida de perseguir a los que buscan brechas de independencia. Se olvida de contar, por ejemplo, que en 2003, cuando Lula llegó al poder, 499 vehículos de 182 municipios recibían recursos directamente de publicidad del gobierno federal. Y que en 2010, cuando Lula entregó la presidencia a Dilma Rousseff, ese cuadro era otro: 8094 vehículos de comunicación en 2733 municipios recibían publicidad oficial, entre ellos muchos de la llamada media alternativa, que ahora Serra quiere perseguir.
Ese es el José Serra del presente. El que quiere ser alcalde de San Pablo como base de impulso para intentar otra vez el sueño de ser presidente de Brasil. Ese es el hombre que supo olvidar y sepultar un pasado que alguna vez fue digno de respeto y hoy es digno de rechazo: el suyo.
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