Lun 15.04.2013

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINIóN

Por una cabeza

› Por Mario Wainfeld

El fallecido presidente venezolano Hugo Chávez no se conformó con decir “mi único heredero es el pueblo”. El mensaje estuvo, claro, pero lo mejoró con un agregado político y práctico encomiable. El líder bolivariano señaló a su sucesor. Lo expresó en una situación límite en la que demostró una racionalidad y un temple excepcionales. La capacidad de negar la realidad, así sea un futuro inminente, es gigantesca entre gentes del común. Para qué hablar del imaginario de los grandes personajes de la historia, siempre afectado por los entornos y casi siempre por las alturas o la soberbia.

Chávez quiso seguir viviendo (lo pidió con fiereza y ternura) pero supo que no era inmortal. En el momento necesario y trágico fue sensato y racional. Designar a quien, hoy presidente electo Nicolás Maduro, fue una entre las muchas señales públicas que emitió, anunciando la perspectiva factible de su muerte. La pifian mucho quienes comparan esa contingencia con el ocultismo de los regímenes totalitarios. Un caudillo popular, en un sistema democrático, es otra cosa. Chávez mostró, en un trance terrible, una sensatez que no es usual reconocerle, aun entre sus apologistas.

El Consejo Nacional Electoral, tal como marcan las normas del país, anunció el resultado ya irreversible a más de cinco horas de cerrado el comicio. La demora en conocerse el escrutinio sugería un final muy parejo. Apenas más de un punto y medio porcentual separó a Maduro de su adversario Henrique Capriles. Chávez lo había superado por cerca de 11 puntos, hace pocos meses. Ese gap algo significa, difícil traducirlo al cierre de esta nota, pocos minutos después del anuncio.

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El triunfo “rojo-rojito” tiene un indisimulable tono plebeyo. Venezuela, claman los republicanos hoy minoritarios allá y acá, está dividida a causa de Chávez. Así dicho parece que antes era territorio de concordia e igualdad. No hay tal, el país estaba fragmentado de antes, con crueles diferencias sociales (no reparadas pero sí paliadas en buena medida). La distribución de la riqueza, del prestigio, de las prestaciones sociales era enorme. También algo que es poco paquete nombrar: la de la autoestima y el poder.

Los pobres celebran su victoria, su propia victoria. Maduro “sale al balcón”, tendrá recursos y atributos propios. Satisfará o no la esperanza masiva depositada en él. Pero los ganadores no son (no son solamente) los que levantan la mano en la tapa de los diarios de todo el mundo.

Son las muchedumbres que despidieron con fervor y dolor al líder que partió tras infundirles orgullo, constituir una referencia y empoderarlos. Pocos días atrás, lloraron por Chávez y por ellos mismos. Ayer, tuvieron su fiesta ciudadana. El 78,71 por ciento del padrón fue a pronunciarse, a mostrar su dedo meñique con tinta indeleble. La alta participación también dice algo, en este caso traducible con facilidad porque es regla desde que gobierna el chavismo.

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“Maduro presidente es la Venezuela que Chávez soñó.” Así termina un imperdible spot que grabó el ex presidente brasileño Lula da Silva, que se divulgó profusamente en Venezuela. Lula, un orador de primer nivel, sabe administrar sus recursos. Prefirió el portugués dulcemente abrasileñado al portuñol, dialecto en que se la banca bastante. Seguramente lo hizo porque la lengua natal habilita un plus de comodidad, de franqueza, de credibilidad. Como fuera, apoyó públicamente a Maduro. Apuntó que conoce a éste y a “Shavis” (que así se pronuncia, más o menos). Y habló en nombre del Brasil que él hizo pasar a ligas mayores, tanto como en el del Mercosur.

En Europa es moneda corriente el apoyo trasnacional. La primera ministra alemana, Angela Merkel, aupó al ahora presidente español Mariano Rajoy, durante la respectiva campaña. En nuestro vecindario, tan vecinalista a menudo, se cuestionan esos gestos, que son pura lógica.

La drástica definición de Lula contradice leyendas usuales en nuestras pampas. El veredicto popular de ayer lleva alivio a Cuba, ciertamente. Lo vivirán como parcialmente propios, los presidentes de Bolivia, Evo Morales, y de Ecuador, Rafael Correa. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner se regocija sin duda. Y con ellos, las mayorías que los plebiscitan.

En las democracias templadas, contra lo que insinúa el verso de la Vulgata, ocurre algo similar. Lula lo contó, el mandatario uruguayo, José Mujica, fue uno de los que alabó con palabras más drásticas y sentidas a Chávez.

Priman intereses tangibles, hay acuerdos bilaterales en plena gestión. También hay un proyecto común, en ciernes y avanzando a trompicones. Y un trazado ideológico que admite diferencias internas (vastas en ciertos casos) pero que marca una distancia mayor con las alternativas opositores. Los adversarios son, en suma, parecidos: en su cosmovisión, en su plexo de propuestas, en su elenco de relevos.

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Volvamos al principio de esta nota. Las exitosas experiencias de este siglo en la región se formatean bajo el presidencialismo y con liderazgos carismáticos de variopinta intensidad. A la luz de los resultados resulta chocante (¿o esclarecedor?) que “justo ahora” se critiquen esas reglas y esos emergentes. Reemplazar a los líderes no es sencillo, ni habitual. Ni siquiera en los países más “sistémicos” como Chile y Uruguay. En ellos no hay reelección, en Venezuela la hay por tiempo indeterminado. Pero hete aquí que, tras haber hibernado un período, los ex presidentes Michelle Bachelet y Tabaré Vázquez conservan preeminencia y tienen toda la pinta de volver a gobernar.

El carisma no es magia, es una forma de legitimidad basada en los desempeños. Quienes ignoran la gran obra del sociólogo Max Weber y muchos otros saberes, apostrofan a los líderes carismáticos actuales. Deben asumir que tienen legitimidad de origen (las goleadas abundan, por ahora) pero les cuestionan la de ejercicio. Pifian porque es el ejercicio el que revalida a los gobernantes, la prueba ácida de las obras. De lo contrario, no conseguirían la continuidad en las urnas, que hace renacer su legitimidad de origen. En Venezuela, en Brasil y en estas pampas.

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Chávez lo quiso, tuvo el tino de designar a su continuador. Su aliento bastó para una victoria estrecha. El futuro es indeterminado y difícil. El encanto personal, la condición de creador de un proyecto no se transmiten. Y es arduo conservar la legitimidad por las obras, medida por un pueblo que se habituó a mejorar.

Maduro podría encontrarse mañana sin el cobijo de las mayorías que Chávez supo encauzar y conducir. Es más, podría caerle el peor reproche imaginable: que los propios lo acusaran de haber traicionado el legado.

Todo puede suceder, pues depende de cien variables, entre ellas la voluntad y la sapiencia de los políticos. Eso es el porvenir. El presente, el tiempo principal en la política y en la vida de las gentes de a pie, es rojo- rojito. Lula dijo bien por qué.

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