EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Martín Granovsky
Los documentos desclasificados por los Estados Unidos parecen indicar un error de apreciación: los servicios de inteligencia creyeron que los presidentes Raúl Alfonsín y José Sarney tenían una posición ambigua ante el desarrollo de un programa nuclear de alcances militares. En realidad, Alfonsín y Sarney pudieron haber sido ambiguos en el discurso público, pero no lo fueron en su práctica. En septiembre de 1985, fecha en que está datado el último de los informes revelados ayer, ambos presidentes ya habían puesto en marcha un programa de confianza mutua capaz de destruir toda sospecha sobre que el vecino respectivo estuviera en camino a la bomba atómica. Alfonsín se encontraba a punto de cumplir dos años de gobierno. Sarney, ni uno.
La Argentina no adhirió de entrada al Tratado de Tlatelolco, sobre no proliferación de armas nucleares en América latina, redactado por México en 1967 y con vigencia desde 1969. Lo hizo recién en 1994, bajo el gobierno de Carlos Menem y con Guido Di Tella en la Cancillería. Brasil lo firmó en el mismo año.
En 1968, cuando se firmó el Tratado de No Proliferación Nuclear, la Argentina tampoco adhirió. La dictadura de Juan Carlos Onganía consideraba que si renunciaba a ser parte del pequeño club nuclear (los Estados Unidos, la Unión Soviética, Francia, el Reino Unido y China) perdería la chance de fabricar un aparato disuasivo y su seguridad quedaría mocha. La Argentina adhirió recién en 1995. Brasil, en 1998.
La polémica sobre la adhesión a ambos tratados y sobre la discriminación no se debía sólo a la determinación o no de contar con armas nucleares. El punto no era solamente la proliferación el tema. Era, también, el desarme de los armados. Es decir, el desarme de las potencias nucleares. Una discusión que hoy continúa.
De todos modos, si los Estados Unidos tenían algún recelo sobre el espíritu proliferante de la Argentina y Brasil lo lógico es que lo abandonaran en 1985. Alfonsín, su canciller, Dante Caputo, y su secretario de Asuntos Especiales, Jorge Sabato, habían resuelto terminar el conflicto con Chile por el canal de Beagle. Con Brasil la Argentina no se había acercado a una guerra como con Chile en 1978, pero en sectores de las Fuerzas Armadas quedaban en pie proyectos de desarrollo nuclear en competencia con el vecino.
Para garantizar la integración y eliminar justificativos presupuestarios y políticos esgrimidos por el partido militar, en diciembre de 1985 Alfonsín y Sarney firmaron en Foz de Iguazú la Declaración Conjunta sobre Política Nuclear. Tenía tres principios. Uno, su “compromiso de desarrollar la energía nuclear con fines exclusivamente pacíficos”. El segundo, el “propósito de cooperar estrechamente en todos los campos de la aplicación pacífica de la energía nuclear y de complementarse en los aspectos que recíprocamente estimen conveniente acordar”. El tercero, “su anhelo de que esta cooperación sea extendida a los otros países latinoamericanos que tengan los mismos objetivos”.
Después llegarían las visitas de Sarney a la planta argentina de Pilcaniyeu y la de Alfonsín a la planta brasileña de Iperó. La relación de confianza fue una garantía más sólida de no proliferación que el TNP, Tlatelolco o cualquier compromiso con los Estados Unidos. La inteligencia norteamericana no dio cuenta de ese proceso en 1985, a pesar de que el último de los documentos desclasificados ayer estaba cerca de la fecha. También cabe la posibilidad de que los servicios secretos de los Estados Unidos sí hubieran percibido el cambio, pero los documentos que lo prueban no hayan sido desclasificados. Lo cierto es que, más allá de Washington, los dos Estados emprendieron una política que dio otro paso en 1991 cuando pusieron en marcha el Abacc, Agencia Brasileño-Argentina de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares. En 2011, los cancilleres Héctor Timerman y Antonio Patriota festejaron los 20 años de la Abacc.
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