EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
El humor de la presidente Dilma Rousseff no está exactamente de maravillas en estos días. Y las noticias que le llegaron el pasado viernes seguramente contribuyeron para que empeorase un poquito más: el Vaticano insistió en dos puntos delicados de la visita que Jorge Bergoglio, el papa Francisco de los católicos, inicia hoy a Brasil. Primero, el encuentro entre Dilma y Francisco se realizará acorde con lo previsto, a las seis de la tarde en el palacio Guanabara, sede del gobierno estadual de Río. Y segundo, el Papa definitivamente no circulará en un coche blindado. Exige que sea en coche abierto.
Hasta la última hora, el ceremonial del gobierno brasileño intentó, por todos los medios, cambiar el sitio del encuentro de Dilma con el Papa. En lugar del palacio Guanabara, insistió en que se diera en la base aérea militar el aeropuerto de Galeao, donde arribará Su Santidad, a unos 25 kilómetros de distancia del centro de la ciudad. Sería la mejor manera de impedir la presencia de manifestantes hostiles a la mandataria brasileña y, muy probablemente, a la visita papal, más por lo que cuesta a los cofres públicos que por su persona. Con relación al desfile de Francisco por las calles de Río en coche abierto, todo lo que se logró es que él aceptara reducir considerablemente los trayectos inicialmente previstos.
Así que Río amaneció hoy envuelta en nubarrones de tensas dudas: ¿cumplirán los manifestantes con lo anunciado? ¿Lograrán las fuerzas de seguridad contenerlos lejos del Papa de los católicos?
Pocas veces en la historia de la ciudad se vio semejante exhibición de fuerzas de seguridad. Hay diez mil integrantes del ejército, la marina y la fuerza aérea situados en puntos considerados de seguridad máxima. Otros cinco mil militares están acuartelados, en condiciones de ser movilizados a cualquier minuto si se hace necesario. Las fuerzas policiales de Río fueron movilizadas en su totalidad. Hay tropas de la Fuerza Nacional de Seguridad distribuidas por todos los sitios de conglomeración. Todo eso más agentes disfrazados y oficiales de inteligencia esparcidos por las calles, un total de poco menos de 50 mil hombres de seguridad actúan en la visita de Francisco. Costo total del esquema de seguridad: unos 35 millones de dólares.
Nada de ese inmenso y aparatoso esquema parece suficiente para desanimar a los manifestantes. Por las redes sociales fueron convocadas dos grandes concentraciones. La primera, para las seis de la tarde de hoy, en el Largo do Machado, a poco más de tres kilómetros del palacio Guanabara, donde el Papa de los católicos será recibido por Dilma, por el gobernador de Río, Sergio Cabral, y por el alcalde de la ciudad, Eduardo Paes. La segunda gran concentración ha sido convocada para el viernes, cuando Su Santidad oficiará una misa en la playa de Copacabana, con previsión de reunir a dos millones de fieles.
La verdad es que no es, ni de lejos, el mejor momento para una visita de semejante magnitud. Toda la expertise Vaticana en promocionar grandes espectáculos, ahora potencializada por los dotes de comunicación de un pontífice que se quiere popularizar a velocidad supersónica, de poco servirán si se confirman los vaticinios de enfrentamientos entre manifestantes y las fuerzas de seguridad. Mucho más que la presidenta Dilma Rousseff, es el gobernador de Río, Sergio Cabral, el blanco preferencial de la furia popular. A estas alturas, el impacto de una visita papal se diluye en medio de la tensa confrontación entre manifestantes y el gobernador de Río.
Francisco llega a Brasil, además, en un tiempo de reflujo del catolicismo. El país sigue siendo la nación más católica del mundo, pero entre los casi 200 millones de brasileños el porcentaje de seguidores del Vaticano bajó considerablemente. En 1994, 75 por ciento de los brasileños se decía católico. En 2007, habían bajado a 64 por ciento. Y ahora, acorde a un sondeo divulgado ayer, es católico el 57 por ciento de los brasileños. Además, la distancia entre los rígidos dictámenes del catolicismo y los tiempos reales se amplió considerablemente. En vísperas de la llegada del Papa, las autoridades eclesiásticas distribuyeron un libreto con recomendaciones y conclusiones que de poco servirán para atraer a los jóvenes al rebaño de Francisco. El folleto insiste en reprochar el aborto, inclusive en caso de estupro de la madre, y en rechazar la adopción de niños por parejas del mismo sexo.
A su vez, la defensa que Francisco hace de la necesidad de atender a los pobres no hace más que reiterar la línea de los discursos que vienen desde Lula da Silva y prosiguen con Dilma Rousseff. Es decir, no será ningún discurso nuevo a los oídos de los brasileños, que están más bien hartos de la mala calidad de los servicios públicos y de la alta calidad de la corrupción política. Cualquier mención del Papa a esos temas no hará más que insuflar las consignas de los protestos callejeros que todavía se hacen notar en el país.
Desde la semana pasada las calles de Río están coloridas por jóvenes venidos de todas partes. Hay curas de un sinfín de nacionalidades paseándose por los puntos turísticos, a la espera del gran momento que significará poder ver al Papa de los católicos. Pelotones de jóvenes, conducidos por religiosos brasileños, se distribuyen por favelas y barriadas miserables tratando de entender, en un par de horas, la dura realidad de sus habitantes. Llevan palabras de fe y esperanza. Frailes y monjitas aparecen en noticieros de televisión con una excitación que nadie podría disfrazar o ignorar. En ese clima de alegre expectativa, resulta difícil creer que alguien se opondrá al Papa de los católicos o tratará de generar tumultos durante su visita.
El peligro es otro, y es palpable en la atmósfera vivida por el país y principalmente por la ciudad en estos últimos tiempos. Cualquier concentración de gente –un partido de fútbol, por ejemplo– es un buen pretexto para que los manifestantes traten de hacer que se oigan sus voces airadas. Y eso hace de la visita de Su Santidad una ocasión perfecta para que las escenas de violencia y descontrol se repitan.
La verdad verdadera es que el Papa no podría haber elegido momento más inoportuno para hacer su primer viaje al exterior. Mucha razón tenía ayer, al pedir a los fieles reunidos en la plaza de San Pedro, en el Vaticano, que orasen por él.
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